Aun cuando el concepto deudas de igualdad pareciera afectar en el mismo grado a distintos grupos vulnerables, algunos de ellos son más impactados que otros como resultado de la discriminación con motivo de raza, etnia, color de la piel y género, entre otras consideraciones.

Una deuda centenaria, injusta e inhumana es la marginación que han sufrido las mujeres afrodescendientes en todo el mundo, y que comenzó a visibilizarse apenas a principios de este siglo, en Durban, África, cuando la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) colocó el tema en la Tercera Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación y otras Formas Conexas de Intolerancia.

El organismo interamericano puso énfasis en las deudas de igualdad --dañinas para individuos y sociedades-- del racismo y la discriminación por motivos de color de la piel y origen étnico y, a partir de entonces, los gobiernos se comprometieron a luchar contra las discriminaciones de jure y de facto, a aplicar políticas públicas dirigidas a erradicarlas con “un enfoque de género que refleje el complejo entramado de estructuras de opresión que generan ausencia de recursos de poder, bajo desarrollo de capacidades y bajos grados de autonomía en la vida de las mujeres afrodescendientes”.

En el Informe de Durban, los Estados afirman estar “convencidos de que el racismo, la discriminación racial, la xenofobia y las formas conexas de intolerancia se manifiestan en forma diferenciada para las mujeres y las niñas, y pueden ser factores que llevan al deterioro de sus condiciones de vida, a la pobreza, la violencia, las formas múltiples de discriminación y la limitación o denegación de sus derechos humanos”.

En consecuencia, reconocieron “la necesidad de integrar una perspectiva de género en las pertinentes políticas, estrategias y programas de acción (Naciones Unidas, 2001, artículo 69).

De Durban derivó la proclamación del Decenio Internacional de los Afrodescendientes (2015- 2024), con el lema «Afrodescendientes: reconocimiento, justicia y desarrollo». Más de una década atrás, en 1992, la sed de justicia se hizo voz en República Dominicana entre más de 400 mujeres latinoamericanas y del Caribe reunidas para tratar temas relacionados con el sexismo, la discriminación racial, la pobreza, la migración y la violencia.

Surgió ahí la Red de Mujeres Afrolatinoamericanas, Afrocaribeñas y de la Diáspora, creada para luchar por la dignidad y los derechos de las mujeres negras en su calidad de ciudadanas plenas, y se determinó conmemorar cada 25 de julio el Día Internacional de la Mujer Afrodescendiente, o Día de la Mujer Afrolatina, Afrocaribeña y de la Diáspora.

Sin embargo, persisten prácticas discriminatorias hacia estas mujeres, miradas que las estigmatizan como mujeres hipersexualizadas, como objetos de deseo sin voluntad propia, lo que las denigra y las hace mucho más vulnerables.

Sólo en América Latina y El Caribe existen alrededor de 200 millones de personas afrodescendientes, es decir un 30% de la población, que en pleno siglo XXI se enfrentan a formas múltiples de discriminación y racismo, sobre todo las mujeres.

Al conmemorar este día se busca enfrentar el racismo y el sexismo que impele a las mujeres afrodescendientes a situaciones de pobreza y marginalidad, combatir los estereotipos y prejuicios que pesan sobre ellas, promover su participación en la vida pública y en la toma de decisiones en distintos ámbitos de la comunidad, y demandar a los países el impulso de políticas a favor de la integración de este colectivo.

El Consenso de México (Cepal, 2004) acordó que los Estados deben incluir plenamente la perspectiva de género y raza o etnia en el diseño y seguimiento de todos los programas y políticas públicas, y recalcó el compromiso de desarrollar sistemas de información basados en estadísticas desagregadas por sexo y raza/etnia para incorporar efectivamente una perspectiva interseccional en todos los programas y políticas de gobierno.

Por cierto, fue hasta 2015 cuando en México se empezó a contar a este grupo poblacional con presencia en el país desde inicios de la colonización, sobre todo en Guerrero, Oaxaca y Baja California Sur, indica un reciente artículo del Observatorio de Violencia de Género, que muestra que el 68.1% de mujeres afrodescendientes se dedican a labores del hogar y sólo el 20.5% tiene acceso a algún tipo de alfabetización.

La autora, Jazmín Ramos, cita además el Censo de Población y Vivienda 2020, según el cual existen en nuestro país 2.5 millones de personas afrodescendientes, de las cuales el 50.4% son mujeres. Atribuye la invisibilización de las afrodescendientes a la discriminación y segregación en sus propios ámbitos de acción, donde se les niega el acceso a sus derechos básicos. Explica que si bien los índices de alfabetización en mujeres han aumentado en el país, este no es el caso de las mujeres afrodescendientes.

La Encuesta Nacional sobre Discriminación 2018 del Consejo Nacional contra la Discriminación muestra que parte de los mexicanos rechazan la idea de que exista una población afromexicana, que algunos prestadores de servicios no aceptarían rentar un espacio a personas afrodescendientes y que el 32.8% de las mujeres afrodescendientes expresaron haber sufrido discriminación y la negativa al acceso a derechos básicos como educación, salud o trabajo.

En 2016, durante el Encuentro Latinoamericano Tierra, Territorio y Derechos de las Mujeres Afrodescendientes, lideresas de países latinoamericanos y caribeños instaron a los Estados garantizar los derechos colectivos y territoriales de las afrodescendientes, para que continúen aportando desde sus espacios políticos, económicos o académicos para su máximo buen vivir e inclusión social, política y económica, y a adoptar medidas de reconocimiento normativo y político que garanticen los derechos territoriales y colectivos de las comunidades y pueblos afrodescendientes de la región, y promuevan la participación efectiva de las mujeres de estas poblaciones.

Además, el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo garantiza en su artículo 14 el derecho de los pueblos indígenas y tribales en países independientes, incluidas las comunidades afrorrurales, a la propiedad y posesión de las tierras que tradicionalmente ocupan, lo que no sólo es cuestión de justicia, sino la base para el desarrollo y fortalecimiento de las economías propias y para el manejo sostenible y la preservación de la biodiversidad en las zonas donde viven.

Al apoyar el desarrollo productivo local y las garantías de seguridad alimentaria, el derecho al territorio fortalece la autonomía económica de las mujeres afrodescendientes, se contribuye al desarrollo sostenible, se garantiza la preservación de las comunidades, su identidad y medios de vida, y se permite una gestión sostenible de los recursos y la posibilidad de un goce amplio de sus derechos.

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