Dicen que iban hablando, murmurando cosas que sólo se escuchaban cuando uno guardaba silencio. Eran voces, voces de aquellos que las habían enviado, historias de una comunidad.
De la que habitaba en el noroeste, de la que se vio obligada a aislarse en las alturas para sobrevivir, para conservar su identidad.

Los rarámuri, así se nombraron ellos. Un pueblo con historias, de ésas que sólo se encuentran ahí, las que sólo pueden crecer en las alturas. Allá arriba en donde el viento sopla más fuerte y el eco tiene más potencia. Y las gritaron, más de una vez, contaron sus historias para que fueran escuchadas, se apoyaron del viento y le pidieron que se llevara cada palabra: ─Con cuidado─ dijeron, porque son muy viejas, antiguas.

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Historias que no guardan en papel porque es mejor escucharlas, la oralidad es su supervivencia, de los ancianos a los jóvenes. Que allá la voz sigue siendo importante.
Quienes las vieron dicen que eran ágiles, reflejaban los pies rápidos de sus oradores. Hubo algunos que pasaron de largo, que se taparon los oídos por el ruido que éstas contenían y que otros prefirieron tomarles fotos para el recuerdo.

Estas historias sirvieron para el encuentro entre habitantes de un mismo territorio, que quizá olvidaron que lo compartían. Los tarahumaras hablaron y con esas palabras abrieron la representación de su mundo, cómo ellos lo veían.

Entre seres sobrenaturales y la naturaleza que los rodeaba, pudieron formarse como comunidad y como individuos. Nos compartieron sus leyendas como prueba de la riqueza de este nuestro territorio, en el que a veces nos perdemos.

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