Ciudad de México
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Bueno, muy buenos días tengan todos ustedes.

Quisiera agradecer mucho en primerísimo lugar, la muy generosa, amable invitación del doctor Emilio Baños, presidente del Consejo Directivo de FIMPES, y del ingeniero Rodrigo Guerra, secretario general para participar en esta LXXIV Asamblea General.

Asimismo, saludo con afecto a todos los miembros del Consejo Directivo y a las rectoras, y rectores que hoy amablemente nos acompañan.

Mi participación en esta asamblea de FIMPES, intentará tener un doble carácter. En primer lugar, por un lado, a pocos días de concluir nuestra gestión en la SEP, 43 exactamente, me da la oportunidad de agradecerle la relación que hemos tenido estos años. Primero desde la subsecretaría de Planeación y luego como titular del ramo.

Quisimos imprimir a esta relación un nuevo enfoque y nuevos vientos que permitieran facilitar y apoyar el crecimiento de las buenas instituciones particulares de educación superior. Sencillamente, porque estamos convencidos de que juegan un papel muy relevante en la formación de talento en el país.

Y en este sentido, desde una perspectiva liberal que cree en el individuo, en la libertad, en la competencia, y en el mercado, pienso que la tarea del Estado es la de crear y ampliar las condiciones para que florezcan y se consoliden.

En un sentido opuesto a la vieja tradición ideológica intervencionista y sobre reguladora, no creo que la distinción esencial sea entre universidades públicas y privadas sino entre universidades buenas, regulares y malas, porque ese es el significado profundo de la educación, que sea de calidad, que sea pertinente, y que sea excelente.

Por otro lado, espero haber logrado este primer objetivo. Esperamos haber logrado este primer objetivo. Ahora entiendo el aplauso tan cálido para Emiliano que fue parte de la conspiración en esa dirección.

Por otro lado, es un buen momento para reflexionar sobre los desafíos que afrontará en los próximos años y décadas la educación superior en México. En los últimos años, el sector privado en México pasó de concentrar el 18 por ciento de la matrícula de licenciatura en 1990 al 28.8 por ciento en el año 2000; al 33 por ciento en el año 2010, y al 35.2 por ciento en el 2018, como bien lo recordaba Emilio.

Tan sólo en lo que va de este siglo, hemos pasado de dos millones de estudiantes en el ciclo escolar 2000-2001 a 4.5 millones de jóvenes en el ciclo escolar 2007- 2018 en todas las modalidades.

Esto quiere decir que, en los últimos años, en los últimos cinco años concretamente, anualmente se incorporaron a este nivel educativo unos 160 mil alumnos aproximadamente en promedio, gracias a lo cual la cobertura de educación superior pasó del 32 al 38.4 por ciento.

Y de acuerdo con las cifras preliminares que hemos levantado al inicio de este ciclo escolar 2018 – 2019, eventualmente podríamos llegar al 39.4, 39. 6 por ciento.

Una proporción a solo unas muy pocas décimas de la meta que se propuso el Programa Nacional Sectorial de Educación 2013-2018, que como ustedes recordarán era del 40 por ciento.

Buena parte del incremento de esta cobertura ha sido posible por la incorporación de segmentos de menores ingresos y el fortalecimiento de las modalidades no escolarizadas.

La equidad también ha sido una variable que ha influido de manera importante y positiva.

Y para dimensionar este logro, basta recordar que de la matrícula total poco más de un millón 100 mil estudiantes se ubican en los sectores de rezago social y económico. Hace ocho años, únicamente uno de cada ocho jóvenes que provenían de hogares desfavorecidos cursaba la educación superior. Hoy esa proporción es de uno de cada cuatro, en buena medida por muchas de las becas en este nivel educativo.

Es evidente que en esta expansión han contado, entre otras cosas, la transición demográfica, el mayor gasto público y privado, y el crecimiento de las clases medias.

Todo lo cual son buenas noticias. Sin embargo, iniciamos el siglo XXI en medio de lo que parece ser una cierta disfunción entre la composición de la oferta de educación superior y la naturaleza de lo que demanda en un sentido integral el desarrollo del país.

Derivada quizás, en parte de que la modernización, la diversificación y la apertura de la economía mexicana han transformado la estructura industrial, manufacturera, urbana y de servicios del país, hasta convertirla en una de las más sofisticadas y más complejas de América Latina, quizás la más diversificada, la más sofisticada, y la más compleja incluso comparada con Brasil, que sería nuestro punto de referencia más importante.

Más aún, algunos indicadores en materia de empleabilidad de los egresados, los retornos financieros de la educación y de capacidades base, exhiben brechas que indican que la sola obtención de un título universitario no garantiza automáticamente la movilidad económica y social relevante. De hecho, las brechas entre el perfil de los egresados y las necesidades específicas de los empleadores, podrían aumentar en los próximos años en al menos ocho de los 16 principales sectores económicos, de acuerdo con un estudio encargado por la Secretaría de Economía con la participación de la Secretaría de Educación Pública.

Por ello, es urgente y muy saludable estimular en los próximos años una discusión seria y ordenada acerca de cuál debe ser el nuevo modelo de la educación superior en México, en función de su aportación a la formación de talento, la generación de conocimiento e innovación, y la elevación de los niveles de productividad y crecimiento económico, bajo las actuales tendencias que prevalecen en el país y en el mundo.

Permítanme mencionar tan solo algunas de ellas. En primer término, la gente irá a donde haya trabajo.  Y el trabajo se moverá hacia donde encuentre personas con las calificaciones y las competencias necesarias. La población rural sigue migrando a las ciudades en busca de trabajo y oportunidades de vida. Y el crecimiento de la población, por su parte, continuará con una tendencia positiva todavía durante algunos años, con sus consecuentes efectos sobre los servicios, el trabajo y el consumo.

En segundo lugar, el aumento en la esperanza de vida es cada vez más acentuado. Este indicador, en el periodo 1975-1980, era de 62 años, aumentó en promedio a 71 en 2010-2015, y se estima que en 2050 llegará a los 77 años en el país. Esto significa que la edad de retiro de las personas que trabajan se extenderá unos años más lo que, junto con otros factores, como la revolución 4.0 o la crisis de las pensiones, incluso, reduciría eventualmente el número de nuevos empleos, al menos formales.

En tercer lugar, se encuentra el crecimiento sostenido de las clases medias. El INEGI calcula que en lo que va del siglo, la población que ingresó a la clase media ha crecido 33.8 por ciento. Esto es, el número de familias que se sumaron a este segmento de la población, pasó de 12 millones a casi 16 millones. Esto se traduce también en mayor poder adquisitivo, mayor poder de consumo, y mayor de manda de servicios como la educación.

Una cuarta tendencia, es que la generación, la transmisión y la adquisición de conocimiento, han dejado de ser lentas, escasas y estables. Hasta 1900, el conocimiento humano se había duplicado aproximadamente cada siglo. Hoy, en promedio, el conocimiento se duplica cada 13 meses, aunque diferentes tipos de conocimiento cambian más rápidamente, lo que introducirá una enorme presión en el diseño conceptual y en la estructura curricular de las carreras y de las especialidades, pues el conocimiento se volverá obsoleto en menor tiempo del habitual.

Y, finalmente, parece haber una transición en el mundo del empleo, en las economías del conocimiento que hace que, según la OCDE, 8 de cada 10 nuevos empleos se esté generando en campos que tienen un componente importante en innovación, y de alto y mediano valor agregado. 

En suma, han surgido nuevos dilemas para las universidades y tecnológicos respecto de su papel en el siglo XXI, y hay tres de especial atención, creo yo. En primer lugar, la tasa de desocupación entre los egresados parece crecer. El segundo, el financiamiento destinado a la educación superior en nuestro país, es similar al de otros países que reportan un poco de mejor desempeño, y el acceso a la educación superior, como criterio general, no parece haberse traducido hasta ahora en una mejoría significativa en la calidad de vida de los egresados. Por ejemplo, conforme a la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo del INEGI del primer trimestre de este año, la tasa de desocupación nacional general se ubicó en 3.2 por ciento, una proporción ciertamente menor a la de muchos otros países.

Sin embargo, al desagregar la composición de la población desocupada por nivel de instrucción, el 28 por ciento cuenta con estudios de tipo superior. La explicación a este fenómeno no es sencilla; por un lado, es posible que el incremento acelerado de la oferta de egresados en disciplinas no demandadas por el mercado laboral, por la baja calidad de sus competencias, va a hacer que estén dificultado su inserción eficiente a los empleos relacionados con su carrera y si lo hacen, el salario de entrada es poco competitivo o el empleador está en un sector de baja productividad.

Pero, por otro, como ha propuesto un estudio reciente del BID, los retornos a la educación han caído debido a que la demanda de trabajadores más educados se ha rezagado, sobre todo en sectores económicos de bajo valor agregado o de baja productividad.

Cualquiera que sea la mejor hipótesis, y es probable que ambas lo sean, dependiendo de los mercados laborales y económicos de que se traten, el resultado es el mismo. Parece haber una desconexión entre la oferta y la demanda de egresados. Esta situación, es una claro llamado ya que, de continuar la precarización del empleo, será mayor el costo que el beneficio de haber estudiado una carrera, al menos del punto de vista estrictamente salarial y la productividad del país seguirá siendo modesta.

En segundo lugar, el financiamiento destinado a la educación superior, como ya dije similar al de otros países, reportan mejores desempeños. México gasta mucho en educación, pero de manera deficiente. En las últimas dos décadas, el gasto público educativo público y privado, ha aumentado de manera importante y consistente, tanto en términos absolutos como en proporción del Producto Interno Bruto.

Desafortunadamente, cuando se contrastan los niveles de crecimiento, el ingreso de las personas, la productividad laboral, las mediciones educativas internacionales y en general, la competitividad del país, hay pocas evidencias de la que la mayor aplicación de recursos en la educación, sobre todo de recursos públicos, haya tenido una incidencia significativamente alta.

En consecuencia, quizás la clave sea no gastar más, sino invertir mejor, hacer mucho más eficiente la gestión y optimizar los recursos adicionales.

Por último, a pesar del aumento de la oferta y de los campos de formación, México tiene todavía un bajo impacto en actividades de investigación aplicada y de calidad, en innovación y desarrollo científico y tecnológico.

Este hecho, posiblemente explique el insuficiente posicionamiento de las instituciones educativas mexicanas en las clasificaciones internacionales que evalúan, algunas de ellas en particular, las capacidades de investigación.

En un ranking global, publicado hace apenas unos cuantos días y que incluye mil 245 instituciones, llama la atención que las tres universidades mexicanas mejor situadas lo están en el rango que va de la 601 a la 800. En cambio, las diez mejores asiáticas, se ubican entre los lugares 22 y número 95 a escala global.

Todos entendemos, ciertamente, las distintas vocaciones y acentos de las instituciones de educación superior, las asimetrías entre unas y otras, los diferentes entornos y niveles socioeconómicos a los que sirven. Incluso, lo discutible que resultan algunas de estas clasificaciones.

Pero a pesar de todo ello, no hay que subestimar la dimensión de los cargos que parecen definir la época. Me atrevo a pensar, en los próximos años, el crecimiento sostenido de nuestra economía y del bienestar social dependerá de la mayor productividad y competitividad que logremos como país y de la transición hacia una economía del conocimiento.

En ese horizonte, el desarrollo de un capital humano de muy alto nivel, seguirá siendo un factor principal y llevará, por ende, a una gradual disrupción en el modelo de educación superior, a reinventar y a renovar estas instituciones y centros de investigación, para alcanzar una educación pertinente y de extraordinaria calidad que responda a lo que México quiera de sus universidades y de sus tecnológicos.

Muy estimadas amigas y amigos, esta es la última ocasión que me reúno con ustedes en mi actual comisión y quiero decirles muy sinceramente que ha sido sumamente gratificante convivir profesionalmente con todos ustedes.

Muchas gracias.