Atrapados en el calor y la contaminación de la ciudad, ya sea caminando por las calles o confinados en casa por la actual pandemia mundial, lo primero que viene a nuestras mentes es el deseo de poder resguardarnos bajo un árbol, caminar libremente por un bosque o reposar plácidamente a la sombra de una palmera a la orilla del mar.

Es así que vemos cómo la crisis por el COVID-19 nos ha hecho más sensibles a muchas riquezas con las que contábamos, pero que por la modernidad hemos ido dejando de lado, como el valor de los bosques y selvas y la importante participación de uno de sus principales integrantes, los árboles.

A fin de recuperar la importancia de estas fábricas de oxígeno, el 1 de junio de 1959 se formuló el decreto presidencial para dar origen a la celebración del Mes del Bosque, enmarcado por una fiesta que tendría desde entonces al segundo jueves como el “Día del Árbol en México”.

El objetivo es recordar el papel preponderante de estos seres vivientes, que por milenios se han encargado de generar oxígeno, capturar el carbono y regular los ciclos del agua del planeta. Procesos naturales que hoy se encuentran severamente afectados por las actividades antropogénicas.

Tal y como lo ha señalado en varias ocasiones el secretario del Medio Ambiente, Víctor M. Toledo, desde la Revolución Industrial, el desarrollo del ser humano se ha basado en un sistema predatorio que ha tenido como fin el crecimiento de la sociedad a costa de una explotación desmedida, como si los recursos fueran interminables o su capacidad de recuperación nunca pudiera ser rebasada.

Sin embargo, el crecimiento de la población bajo esta visión insostenible trajo como resultado que hoy se haya rebasado la capacidad de recuperación de los ecosistemas. Por ello, para este año se requerirían cerca de 1.75 planetas Tierra para satisfacer la demanda de la población mundial, según la huella ecológica estimada por el Fondo Mundial para la Naturaleza.

En este marco, los árboles han sido de las principales víctimas, pues el crecimiento de las manchas urbanas ha generado una tala inmesurada que se suma al problema del cambio de uso de suelo para tener más terreno para la agricultura y la ganadería industrial, sin considerar sistemas más amigables y que por cientos de años han sido explotados por los pueblos originarios que aún viven en los remanentes de estos bosques.

El resultado, además de acelerar el fenómeno del calentamiento global, se ha traducido en un cambio de los ciclos del agua, generando sequías o lluvias fuera de temporada, la destrucción de ecosistemas y un incremento en las emisiones de CO2 y gases de efecto invernadero al haber menos árboles que ayuden a capturar el carbono.

Según estimaciones de la Comisión Nacional Forestal, de 2001 a 2018 se deforestaron cerca de 280 mil hectáreas al año, siendo los responsables la ganadería extensiva, la agricultura comercial y los proyectos inmobiliarios, según se dio a conocer en el pasado foro digital Bosques del Futuro.

Lo anterior nos lleva nuevamente a reflexionar en la necesidad de reconciliarnos con la naturaleza, lo que implica dejar dejar de ver a los árboles, junto con los demás recursos forestales, como simple mercancías de las que se puede disponer desmedidamente sin esperar alguna consecuencia.

Y para ello es necesario reiterar la invitación a considerar a los árboles como los principales aliados para ayudar a revertir los efectos del calentamiento planetario y recuperar la salud de los ecosistemas, con lo que se garantizará también la salud humana.

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