PRESIDENTE ANDRÉS MANUEL LÓPEZ OBRADOR: Amigas, amigos de Guelatao, de pueblos, comunidades, municipios de la Sierra Norte, de todo Oaxaca y también del país que nos acompañan en este acto:

Antes de leer el texto que escribí para esta ocasión, quiero responderle a Aldo sobre sus peticiones. Voy a contextualizar un poco, aunque hay sol y ya ven que yo no hablo de corrido, así que prepárense porque me voy a tardar un poco.

Nada más aprovechar para hacer un reconocimiento a los gobernadores, las gobernadoras que nos acompañan, y a los miembros del gabinete. Esta transformación la estamos haciendo entre todos y desde abajo; la estamos haciendo con el apoyo del pueblo y de muy buenos servidores públicos.

En el caso de Oaxaca, muchas obras se están haciendo con la participación de la Secretaría de Marina, todo lo relacionado con el proyecto del istmo se está haciendo con el apoyo de la Secretaría de Marina.

Y también, en Oaxaca contamos con el apoyo de la Secretaría de la Defensa en la construcción de muchas obras. Por ejemplo, todas las sucursales del Banco del Bienestar en Oaxaca se hicieron con ingenieros militares; los cuarteles de la Guardia Nacional, lo mismo, y otras obras en Oaxaca y en todo México, porque los marinos y los soldados son pueblo uniformado y nos están ayudando mucho.

Por eso, quiero hacer el compromiso para que los ingenieros militares nos ayuden en la rehabilitación del camino de Oaxaca a Tuxtepec. Para que no se espante el general secretario, vamos a avanzar en la rehabilitación, ojalá y podamos terminar en septiembre; si no, lo vamos a dejar avanzado, cuando menos de Oaxaca a Ixtlán lo vamos a dejar terminado en su rehabilitación, y de Ixtlán a Tuxtepec. Si no lo concluimos nosotros, se lo vamos a dejar encargado, encomendado al próximo gobierno, que —pienso— va a ser sensible y va a entender que se debe de atender a todos, escuchar a todos, respetar a todos, pero se le debe dar preferencia a los pobres y a los marginados.

Por lo que corresponde al hospital de Ixtlán —que en la historia debe tenerse en cuenta a Ixtlán porque era el distrito de la Sierra Norte, era el pueblo más importante en aquellos tiempos, Ixtlán, y sigue siendo—, entonces, con respecto al hospital, hoy nos vamos a reunir. Por eso están aquí las gobernadoras, los gobernadores, porque se va a presentar el programa de IMSS-Bienestar en Oaxaca. Y hacemos el compromiso que antes de terminar el mandato que me dio el pueblo, antes de concluir, a finales de septiembre, vamos a inaugurar este hospital de Ixtlán, eso es lo que puedo responder.

Lo demás, pues va a estar en manos de los legisladores. Ya se envió la iniciativa de ley para garantizar los derechos de autodeterminación de los pueblos indígenas y ellos van a decidir.

Ahora voy a leer el texto que escribí para esta ocasión histórica; dice así:

Amigas y amigos:

La vida y obra del presidente Benito Juárez García es enseñanza de lo más valioso para quienes ocupan, ocupamos, aspiran, a desempeñarse como auténticos servidores públicos.

Siendo un niño, Benito Pablo decide salir de aquí, de Guelatao, para alcanzar el sueño de estudiar, crecer y cultivar sus conocimientos y su espíritu. Casi todos sus biógrafos coinciden que era un alumno brillante; que, desde su temprana edad, en vez del seminario, optó por el Instituto de Ciencias y Artes, optó por la profesión de abogado.

En 1833, a la edad de 27 años, comenzó a trabajar en el servicio público en su estado natal. Fue síndico, diputado, juez, maestro, director de su antigua escuela, secretario de Gobierno, miembro del gabinete, integrante del Poder Judicial y gobernador del estado. Y, como ya sabemos, posteriormente fue ministro de justicia, magistrado de la Suprema Corte de la Nación y presidente de México, el mejor presidente, en efecto, que ha tenido nuestro país.

Esta larga carrera en el servicio público explica en buena medida cómo pudo, con su amplia experiencia y su edad, desempeñarse como hermano mayor para integrar y mantener relativamente unidos a los jóvenes de sus varios gabinetes, quienes, por su libertad de criterio, rebeldía e inteligencia, eran muy inquietos; eso sí, parecían gigantes. No ha habido un gabinete, así, en mucho tiempo.

Uno de los rasgos más notables de Juárez es que, desde el inicio como desempeño como hombre público, se mostró también como un hombre de ideas. Por ejemplo, el 16 de septiembre de 1846, siendo gobernador, en un discurso para conmemorar el Día del Grito de Independencia nacional, afirmó: ‘El pueblo que quiere ser libre, lo será’. Hidalgo enseñó que el poder de los reyes es demasiado débil cuando gobiernan contra la voluntad de los pueblos.

Y agregó: ‘El egoísta no tiene patria, ni honor; amigo de su bien privado y ciego tributario de sus propias pasiones no atiende al bien de los demás. Ve las leyes conculcadas, la inocencia perseguida, la libertad ultrajada por el más fiero despotismo; ve el suelo patrio profanado por la osada planta de un injusto invasor y, sin embargo, el insensato dice: ‘Nada me importa, yo no he de remediar al mundo’. Ve sacrificar a sus hermanos al furor de un cruel tirano con la misma indiferencia que la oveja mira al lobo que desola al rebaño’.

Su devoción por la educación fue una constante en su ideario. Repetía y repetía: ‘La instrucción pública es el fundamento de la felicidad social, el principio en que descansan la libertad y el engrandecimiento de los pueblos’.

Cuando gobernaba Oaxaca, se refería a los servidores públicos de este estado como republicanos de corazón. Decía: ‘Se conforman con vivir en una honrosa medianía que aleja de ellos la tentación de meter mano en las arcas públicas para improvisar una de esas vergonzosas fortunas que la moral reprueba y que la sociedad siempre maldice’.

Pero, además de hombre de ideas, Juárez era un gran estratega político. A diferencia de Comonfort, quien en momentos de definición decisivos optó por la moderación, Juárez decidió echarse para adelante, promulgar las Leyes de Reforma y separó el poder civil del poder clerical, y consumó con ello una hazaña única en el mundo.

Juárez también sabía que su apuesta corría el riesgo de ser manipulada, malinterpretada, como un agravio a las creencias del pueblo; por eso, procuró diferenciar lo anticlerical de lo antirreligioso, Para decirlo con más claridad, Juárez era anticlerical, pero no antirreligioso.

Su lucha era contra el clero, una corporación que acaparaba más que nadie los bienes materiales del país, sobre todo, la tierra; mantenían sometidas las conciencias y era dueña esa corporación, en los hechos, del poder público. Según los principios de Juárez, la religiosidad y la libertad de creencias debían quedar a salvo, mantenerse inalterables.

Con esa prudencia y sabiduría, y con una estrategia política magistral, logró la transformación de México en ese entonces: la separación del poder civil, del poder clerical, aplicar el principio bíblico de que ‘a Dios lo que es Dios, y al César lo que es del César’.

Pero también actuó con mucha inteligencia, eficacia. Por ejemplo, con las Leyes de Reforma puso al mercado las grandes extensiones de terrenos que poseía el clero en el país y supo despertar la ambición de hacendados y aspirantes a latifundistas que, de conservadores, se convirtieron por conveniencia en liberales. Ello ayudó mucho a la causa de la reforma.

Se puede decir que ese proceder fue decisivo para consumar el milagro del triunfo de los progresistas contra los conservadores, un logro excepcional, porque un puñado de juaristas venció a un poderoso y omnímodo adversario.

Derrotados, los conservadores acudieron al extranjero a buscar auxilio para su causa, es decir, un grupo de reaccionarios de nuestro país apeló al monarca francés de entonces, Napoleón III, y le ofreció el trono de México a Maximiliano de Habsburgo. Fue así como nos invadieron cerca de 30 mil soldados franceses, del que era en esa época el más poderoso ejército del planeta.

Este enorme agravio hizo resurgir el más puro y leal heroísmo del pueblo de México. En esos momentos en todas las regiones del país, en todas partes del territorio, se escuchaba la consigna de que, entre ser mexicano y se traidor, no había término medio.

Es célebre el exhorto del general Ignacio Zaragoza previo a la batalla de Puebla, el 5 de mayo de 1862, a los mexicanos que se preparaban para defender al país de los invasores franceses. Les decía Zaragoza: ‘Tenemos ante nosotros al mejor ejército del mundo, pero vamos a triunfar porque ustedes son los mejores hijos de la patria’. Y así fue.

Es también célebre un telegrama en el que Ignacio Zaragoza le informa al ministro de Guerra que las armas nacionales se han cubierto de gloria.

Esa batalla y otras, como la defensa heroica de Puebla, cuando esa ciudad fue posteriormente sitiada por los invasores, permitieron a Juárez ganar tiempo y preparar la retirada al norte para mantener en alto la dignidad de la República.

A mediados de 1863, ante la imposibilidad de defender la Ciudad de México, la capital de la República, Juárez salió acompañado por los integrantes de su gabinete y un pequeño equipo de gobierno, resguardado apenas por un piquete de medio centenar de efectivos. En el sencillo carruaje del mandatario viajaban los integrantes de su familia, empezando por su esposa Margarita, que estaba embarazada, y en otros carros iban los archivos de la República, indispensables para que el gobierno siguiera funcionando, el gobierno itinerante.

A partir de entonces, Juárez muestra con toda autenticidad y transparencia su perseverante firmeza en la defensa de sus ideales, que eran las de todo un pueblo en lucha por la independencia y su soberanía. Es célebre una de sus frases: ‘El que no espera vencer, ya está vencido’.

Se ha hecho el fragmento de una carta a su yerno, Pedro Santacilia, enviada desde Chihuahua el 2 de marzo de 1865 en el que dice: ‘Que el enemigo nos venza y nos robe si tal es nuestro destino, pero nosotros no debemos legalizar un atentado entregándole voluntariamente lo que nos exige por la fuerza. Si la Francia, los Estados Unidos o cualquier otra nación se apodera de algún punto de nuestro territorio, y por nuestra debilidad no podemos arrojarlo de él, dejemos siquiera vivo nuestro derecho para que las generaciones que nos sucedan lo recobre. Malo sería dejarnos desarmar por una fuerza superior, pero sería pésimo desarmar a nuestros hijos, privándolos de un buen derecho que más valientes, más patriotas y más sufridos que nosotros lo harían valer y sabrían reivindicarlo algún día’.

A la postre el imperio terminó derrumbándose por diversos factores internos y externos. El más importante de ellos, sin duda, fue el tesón del gobierno juarista y la resistencia del pueblo de México con su estrategia militar guerrillera.

Cuando los franceses empezaron a abandonar el territorio, Juárez inició desde Paso del Norte —hoy Ciudad Juárez, el estado de Chihuahua el regreso a la capital.

El 15 de mayo de 1867, en San Luis Potosí, uno de sus ayudantes le entregó una carta del general Mariano Escobedo, en el que le informaba del triunfo de las fuerzas liberales en Querétaro.

El 19 de junio, Maximiliano de Habsburgo y los generales Miguel Miramón y Tomás Mejía fueron enjuiciados y fusilados en el Cerro de las Campanas.

Dos días más tarde, la capital del país, último refugio de los imperialistas, caía en manos del general Porfirio Díaz, el régimen monárquico se entregaba sin condiciones al gobierno de la república restaurada.

De esa manera, el 15 de julio de 1867, después de cuatro años y 45 días de perseverantes luchas, Juárez y su gobierno entran triunfantes a la Ciudad de México. Se había consumado la victoria de la República sobre el imperio y del liberalismo sobre la reacción conservadora.

En la capital se festejó con entusiasmo el regreso de la célebre comitiva del Paso del Norte, la recepción fue espléndida y llena de emotividad. En la crónica de ese día se lee: ‘El coche en que venía el señor Juárez estaba, literalmente, cubierto de flores, coronas y ramilletes que caían de los balcones, como una lluvia de agradecimiento’. El pueblo se ostentaba en inmensa muchedumbre, desbordando su alegría en un delirio de vivas.

Al llegar a Palacio Nacional, Juárez bajó de su carroza negra e izó en el asta bandera la enseña patria, la bandera nacional. Ni siquiera la tupida lluvia que caía sobre la ciudad intimidó a los capitalinos, había suficientes razones para que el pueblo se manifestara jubiloso. Se celebrará el fin de una aciaga época y el advenimiento de un orden nuevo en la cosa pública.

Terminaban las confrontaciones internas y las constantes intervenciones extranjeras, iniciadas al día siguiente de conquistada la independencia política de México. Daba comienzo una época civilista, la del recurso de la polémica para dirimir diferencias, la del culto a las leyes, a las libertades y al progreso.

El mismo día de su llegada a la Ciudad de México, Juárez pronunció un discurso denso en frases memorables:

‘Encaminemos ahora todo nuestro esfuerzo —decía— a obtener y consolidar los beneficios de la paz, bajo sus oficios será eficaz la protección de las leyes y de las autoridades para los derechos de todos los habitantes de la República. Que el pueblo y el gobierno respeten siempre los derechos de todos; entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz.

‘Hemos alcanzado hoy —decía— el mayor bien que pudiéramos desear. Viendo consumada por segunda vez la independencia de nuestra patria, cooperemos todos para poder legar a nuestros hijos el camino de prosperidad, amado y sosteniendo siempre nuestra independencia y nuestra libertad.’

En otra expresión memorable en ese mismo discurso, el presidente Juárez dijo que: ‘En nuestras libres instituciones, el pueblo mexicano es el árbitro de su suerte. Con el único fin de sostener la causa del pueblo durante la guerra, mientras no podía elegir sus mandatarios, he debido, conforme al espíritu de la Constitución, conservar el poder que me había conferido.

‘Terminada la lucha, mi deber es convocar al pueblo para que, sin ninguna presión, elija con absoluta libertad a quien quiera confiar sus destinos.’

De esa forma anunciaba la pronta celebración de elecciones para renovar los poderes federales.

A finales de 1867, Juárez se impuso democráticamente a Porfirio Díaz y fue reelecto presidente de la República. El sufragio en su favor fue un acto de justa recompensa nacional, un voto razonado de la sociedad política por los indudables servicios prestados a la patria. Francisco Zarco lo expresó de la siguiente manera:

‘El pueblo mexicano, reeligiendo a Juárez, obra sin duda por un sentimiento de decoro y de dignidad, y se empeña en demostrar la impotencia de la intervención; rechaza las amenazas y las intrigas de la fuerza, elevando al poder al que en vano trataron de derrocar las bayonetas extranjeras.’

No solamente debe Juárez su reelección a este sentimiento del pueblo en su honor, sino a la firmeza con que sostuvo la causa nacional, la constancia con que a ella se consagró y a la fe que tuvo siempre en la salvación de la patria.

En ese tiempo, durante el gobierno del presidente Juárez, se autorizó la nueva concesión a la compañía inglesa constructora del ferrocarril México-Veracruz.

Un año después de la muerte de Juárez, se inauguró el primer tren de pasajeros de Veracruz a México, de México a Veracruz.

También, siendo presidente en ese tiempo Juárez, se aprobó una ley para elaborar el primer censo general de población y se acordó construir caminos y líneas telegráficas en varios puntos del país.

En 1870, Juárez tenía 64 años de edad. En octubre de ese año se vio obligado a guardar reposo a causa de un grave problema cardiaco.

En enero de 1871 sufrió la pérdida de su esposa. Aun no es posible desentrañar en qué condiciones tomó la decisión de volver a reelegirse: se cree que, tras el fallecimiento de su esposa, lo embargó un sentimiento de soledad que únicamente el poder público podía atemperar; se dice también que sentía inconclusa su obra y que la renuncia a la candidatura la interpretaba como una deserción de sus deberes.

Aunque Juárez triunfó de nuevo en la elección presidencial de 1871, Porfirio Díaz se levantó en armas en su contra con el llamado Plan de la Noria, que cuestionaba la reelección.

De toda esa proclama del Plan de la Noria, lo que más llamó la atención fue una frase que casi 40 años después revelaría su verdadero contenido histórico, se sostenía en ese documento: ‘Que ningún ciudadano se imponga y perpetúe en el poder y esta será la última revolución’.

El 18 de julio 1872, muy cerca de la medianoche, Mejía, ministro de Guerra, fue en busca de Sebastián Lerdo de Tejada, presidente de la corte, para notificarle el fallecimiento de Juárez, al parecer a causa de una angina de pecho. De acuerdo con la Constitución, Lerdo se convertía en presidente interino.

En el acto, se trasladó a la casa de Juárez, al Palacio Nacional, donde permaneció hasta el amanecer, acompañando al que fue su protector y maestro en el difícil oficio de la política.

La noticia del fallecimiento sucedió, sacudió a todo México. No era para menos, Juárez encarnaba la legalidad y la soberanía nacional. Con él comenzó la era nueva, la historia moderna de México. Fueron muchos los servicios que prestó a la patria y por eso se convirtió en una de las figuras más simbólicas de México y la más respetada por los mexicanos.

Con su muerte, el pretexto de los conspiradores había desaparecido. Aun cuando los rebeldes que estaban levantados en armas por Nayarit se encontraban prácticamente vencidos en lo militar, este trágico acontecimiento, la muerte de Juárez, les dio el último golpe y les arrebató la bandera de la insurrección.

Se quedaron con las ganas de arrojar del poder a un gobernante legítimo, a quien acusaban de abrigar inconfesables ambiciones dictatoriales, y tuvieron que aceptar, sin remedio, a otro hombre que llegaba al poder por el camino de la legalidad y no por la fuerza de la sublevación.

El ayuntamiento de la capital, la Ciudad de México, decretó un luto de siete días. Y la prensa, aun la más encarnizadamente contraria a Juárez, que lo combatió, guardó absoluto silencio. No hubo voces enemigas en torno al caído. Mientras el cuerpo estuvo expuesto en el Salón de Embajadores de Palacio Nacional, ningún periódico se ocupó de asuntos políticos. Ante esa tumba que se acaba de abrir, decía el diario El Siglo XIX: ‘Todas las pasiones enmudecen’.

El funeral fue solemne. A las 9:00 de la mañana del 22 de julio se bajó el féretro al patio principal del Palacio, donde esperaba el coche fúnebre. Otra vez una carroza negra cargaba, como en los más aciagos días de la intervención y el imperio, el cuerpo del hombre que representó, como nadie, a la República.

Las calles y las plazas estaban llenas de personas hechas a la idea de que Juárez no podía desaparecer de pronto. El cortejo tardó dos horas en llegar al panteón de San Fernando. La carroza era tirada por tres parejas de caballos blancos y encima llevaba muy visible las insignias masónicas. No hubo ceremonia religiosa alguna en el funeral.

Amigas y amigos:

El ejemplo de Benito Juárez es uno de los recursos más valiosos de nuestro país. Muy pocos como él, muy pocos individuos ha habido en el mundo que sean como él, una combinación tan íntegra y armónica de dignidad y modestia, de visión histórica y entrega al servicio de sus compatriotas, de genio político y tesón perseverante para trascender por sobre las adversidades personales y los infortunios nacionales. Nadie como él encarna, con tal perfección, la voluntad indoblegable del pueblo mexicano y su determinación de soberanía, de paz, progreso, bienestar, respeto a la ley y defensa de los principios.

En la vida y la obra del Benemérito tenemos la inspiración y también tenemos el manual, las verdades esenciales que nos permiten sortear momentos difíciles y oscuros.

El gran poeta tabasqueño, Carlos Pellicer, escribía que, ‘a pesar de tanta noche triste, con Juárez la República es mar navegable y sereno. Y si una flor silvestre puedo dejarte ahora —agregaría Benito Pablo aquí, en Guelatao—, es porque el pueblo siente que, en su esperanza adulta, tu fe le dará cantos para esperar la aurora’.

Debo confesar aquí que la tarea de gobernar que me ha correspondido en estos años ha sido menos ardua y más tersa porque, desde hace mucho tiempo, tengo a Benito Juárez como referencia y como guía. Han sido incontables los momentos en los que he acudido a él para pedirle consejo y nunca, nunca me ha fallado, porque Juárez todavía está entre nosotros. Juárez todavía gobierna con su ejemplo.

¡Que viva el presidente Benito Juárez García!

¡Viva México!

¡Viva México!

¡Viva México!

 

---