Por: Hugo D´Acosta

La evangelización no pudo haber sucedido sin la consecuente diseminación de la sangre de Cristo en cualquier espacio del territorio ocupado. Con la anuencia divina, la Corona española envió a misioneros provistos de rápidas alpargatas a esparcir -cual carrera de relevos-, dádivas de perdón. Y con la devoción en el alma, los sarmientos rápidamente se convirtieron en la estafeta de salvación, apareciendo -con mayor o menor éxito- viñas en todos los parajes surcados por apóstoles de tiempo completo, durante casi 300 años, a lo largo y ancho de todo el país.

Sí, la del vino es una historia más de conquistadores de la misma manera que algún día el Imperio Romano repartió la uva por el viejo continente, así, conquistadores y misioneros se empeñaron -en el nombre de Cristo- en plantar vides en la Nueva España. Aunque hoy todavía es posible reconstruir un mapa vinícola misional, la huella sacramental tiene poca asociación vínica con el viñedo actual.

Deslumbrados por la Independencia y aferrados a la Revolución, nos dedicamos -hasta donde se pudo- a arrancar de raíz todos aquellos tormentosos recuerdos de hispanidad. Pero fue la madre naturaleza, en su infinita sabiduría, quien protegió en sus entrañas a unas pocas y asustadizas parras que sobrevivieron la secularización.

Hoy, en pleno siglo XXI, el vino mexicano es un claro representante de nuestro mosaico cultural. Es pues, la actividad que envuelve a la vitivinicultura la que expresa en mucho el país actual: contemporáneo, moderno, de propuesta, de empuje. Con nuestros vinos en la mesa se enriquece y diversifica la gama enológica y gastronómica mundial: aportan frescura, variedad y origen. Los vinos nacionales son por su “sazón”, un producto que suma a la oferta de sabores.

Los avances más significativos de esta viticultura son la depuración de su personalidad y carácter, su participación en el México actual, su relación con la nacionalidad y su cercanía con las nuevas generaciones. En una palabra: origen.

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