Ciudad de México
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Muy buenas tardes a todas y todos ustedes.

Quisiera en primer lugar, y dado que probablemente esta sea la última ocasión en que estamos en una reunión tan grata de esta naturaleza en esta administración, felicitar enormemente la gestión de Pepe Carreño y de todo el equipo del Fondo de Cultura Económica a lo largo de estos años.

Tuve la suerte de acompañarlos como integrante de la Junta de Gobierno de la institución en muy diversas ocasiones, y realmente es muy satisfactorio y muy estimulante el haberlos acompañado a Pepe y al equipo al frente de esta estupenda gestión, al frente de la institución.

Y justamente no abundaré ya en los detalles de esta prodigiosa generación de 1918, sino dedicar unos cuantos minutos, con la paciencia de ustedes, a tratar de hacer un par de reflexiones en torno al Fondo mismo, a lo que puede venir y un poco lo que esto tiene que ver con el futuro del libro y en parte un poco del país.

Me gustaría empezar por recordar que el primer director del Fondo que yo conocí, que fue don Jaime García Terrés, hace ya un buen número de años, recordaba en alguna ocasión algo de lo que pasaba en México en 1934, el año en que nació esta ilustre casa editorial.

Citaba Jaime: “el presidente de la República dio un mensaje especial por radio para anunciar que el salario mínimo sería de un peso con cincuenta centavos. Las buenas conciencias saltaron a las calles de Ciudad de México para protestar contra la introducción de la educación sexual en las escuelas. Un humilde limpiabotas, que además era bibliófilo, se dedicó pacientemente a saquear la Biblioteca de México. La policía recuperó 420 volúmenes.

“La autoridad clausuró dos casinos de juego por atentar contra la decencia. Una muchacha se infringió una puñalada en el corazón, al parecer por un mal de amores; y una señora cayó fulminada por un rayo, mientras conversaba en su casa en el pueblo de San Gabriel, un pueblo polvoriento en Jalisco, donde por unos años vivió Juan Rulfo”.

Como ustedes pueden advertir, el nacimiento del Fondo de Cultura Económica no fue noticia que llamara la atención de la prensa de la época, entre otras razones porque su objetivo original era más bien modesto: traducir y editar libros de economía para la naciente escuela de la UNAM.

Y porque nadie se imaginó entonces que alcanzaría tal densidad intelectual y relevancia cultural en México y el mundo de habla hispana, al grado que estaríamos hoy, estaríamos celebrando a sus amigos, con sus lectores, con sus familiares a seis de sus grandes autores que habían nacido apenas 16 años atrás.

Por tanto, quizá sea válido preguntarse si fue esa generación notable cuyo arribo al mundo coincidió en 1918, el que enriqueció la historia de la literatura mexicana y del catálogo del Fondo o fue éste el que le dio el cobijo editorial y en cierto modo la atmósfera intelectual apropiada a estos escritores mexicanos.

En realidad, da lo mismo, lo relevante es que hoy podemos seguir leyendo a José Luis Martínez, a Emma Godoy, a Pita Amor, a Jorge González Durán, a Alí Chumacero, y a Juan José Arreola; acariciar las portadas de sus libros. Evocar sus singulares personalidades, que las tuvieron y saludar lo que el Fondo ha significado para la vida cultural del país.

En mi opinión hay al menos, quizá tres rasgos sobresalientes en la genética del Fondo y quisiera brevísimamente referirme a ellos.

Durante los años treinta del siglo pasado, México apenas empezaba a buscar un destino entre un pasado que no terminaba de morir y un futuro que no acababa de nacer. Había hecho una revolución, pero aún no construía un país; era una nación, pero todavía no un Estado y la narrativa dominante, en realidad el discurso oficial estaba envuelta entre el lábaro patrio y una mezcla de mitología heroica, de nacionalismo, de timidez y desconfianza ante lo externo y escasa claridad acerca del lugar que quería ocupar en un mundo, sumido en las incertidumbres del período de entreguerras y los saldos de la Gran Depresión.

Entre los pliegues de esa construcción, los promotores del Fondo, representantes señeros de la élite intelectual del país, vieron la necesidad de impulsar nuevas disciplinas académicas y formar profesionistas especializados, y, en consecuencia, como lo tocaba un poco de pasada Pepe, de tener acceso a textos y autores que no estaban traducidos al español.

Pero como quien “sólo sabe de economía –según decretaba John Stuart Mill- sabe muy poca economía”, pronto el FCE amplió sus alcances e intereses a la sociología, la política, la historia, la antropología, el derecho, la literatura, el arte, la ciencia o la filosofía, buscando ampliar los horizontes intelectuales, incrementar la oferta editorial y poner tinta y papel a la fascinante aventura de crear y expresar.

Tal combinación produjo, pienso yo, con el tiempo, una revolución virtuosa sin la cual no se explica ni la modernidad mexicana –cualquier cosa que entendamos por esta— ni la educación intelectual de varias generaciones ni, nada más, el desarrollo del pensamiento tanto en México como en Hispanoamérica.

La segunda nota distintiva del Fondo, tiene que ver precisamente con la nobilísima tradición, histórica, moral y política mexicana del asilo y la solidaridad. Como país de acogida, México abrió sus puertas, y se benefició poderosamente de ellos, a miles de exiliados que debieron salir de España tras la guerra civil y la instauración de la dictadura franquista, entre las cuales contaban algunas de las mentes más exquisitas y sofisticadas en las ciencias sociales, la filosofía o la literatura europeas, varios de los cuales fueron maestros de mis contertulios de mesa esta tarde, que contribuyeron primero a crear la Casa de España, más tarde transformada en Colegio de México, y luego a enriquecer la producción del Fondo.

Y la tercera cualidad fue su vena latinoamericana e hispana, a todas luces precursora. Dada la trayectoria académica de su fundador, de don Daniel Cossío Villegas, podría haberse pensado que el Fondo poco se ocuparía del itinerario intelectual de América Latina. Por fortuna no fue así.

Es el propio Cossío Villegas quien inoculó la impronta latinoamericana abriendo, por un lado, la primera sucursal del Fondo en Buenos Aires, en 1944, bajo la guía de Arnaldo Orfila Reynal, como más tarde nacieran las de Santiago en 1954 y la de Madrid, gestionada por Javier Pradera, en 1963.

Y, por otro, buscando atraer, ya como autores, a algunos de los intelectuales más notables de la época: Uslar Pietri y Mariano Picón-Salas; Amanda Labarca; Ezequiel Martínez Estrada o Raimundo Lida, entre otros.

En suma, lo que esta empresa cultural pretendía era, como se ha dicho, no solo crear una gran “red continental de escritores” que fuera la armadura de la edificación de un pensamiento americano independiente y libre, sino que demostrara, como escribe Cossío Villegas en una carta en 1941, si éramos capaces de pensar por nuestra propia cuenta, y esa es también una de las muchas herencias del Fondo.

Han transcurrido pues diez décadas desde que nacieron nuestros escritores homenajeados, poco más de ocho desde que nació el Fondo y el mundo editorial transita hacia un modelo cuyos rasgos y perfiles no percibimos aun con claridad, pero que será distinto seguramente a lo que hasta ahora hemos conocido.

Entre las nuevas tecnologías de la comunicación y la información, las nuevas concentraciones empresariales y oligopolios multimedia; la esquizofrenia de las llamadas redes y peor aún la mala literatura; los pésimos autores, los impuestos o la banalización y la frivolidad que revolotea sobre parte de la buena cultura, nadie sabe a ciencia cierta lo que el destino depare al libro.

Y todo ello para quienes aman los libros, para los que han crecido bajo su manto protector y vivido a su amparo espiritual, para cuantos se han entregado a las  graves delicias de la concentración y la lectura, y para aquellos felizmente convencidos de que los libros, en cualquier formato, son indispensables para una vida mejor, todo ello, decía, pinta desde luego un fresco aterrador al que estoy seguro el Fondo de Cultura Económica sabrá hacer frente como ha sido en estos años bajo la dedicada dirección de José Carreño y seguramente lo será los próximos, bajo la guía intelectual de Margo Glantz.

Por eso, amigas y amigos, celebrar la vida de seis escritores es también celebrar su obra, celebrar sus libros y supone, sobre todo, albergar esperanzas de que el libro sobrevivirá y parafraseando a un clásico de cinco siglos atrás, será la última llama antes de que el mundo se apague.