Aunada al cambio climático, la gestión no sustentable de la tierra provoca impactos cada vez más negativos en la economía, los ecosistemas y las sociedades.

Esta exacerbación plantea la urgencia de atender la crisis alimentaria mediante una gestión sustentable de los suelos, como la agroecología,  capaz de reducir los  múltiples factores estresantes que inciden en su agravamiento, así como de recuperar la soberanía de los pueblos a decidir qué, cómo y para quién producir.

Con la gestión no sustentable, la tierra ha soportado un vertiginoso e intensivo cambio de uso para incrementar la producción de alimentos y de fibras, en particular con monocultivos como los cereales, que crecieron 240% entre 1961 y 2017, y el algodón, que a 2013 se incrementó 162%, según datos que se dieron a conocer durante el Taller para Medios de Comunicación sobre Emergencia del Cambio Climático, organizado por el Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático (INECC).

El uso intensivo de la tierra mediante los monocultivos acentúa los efectos del cambio climático, al favorecer la degradación de los suelos, particularmente en áreas costeras bajas, deltas de los ríos, tierras secas y áreas de permafrost, lo que se recuerda a propósito del Día Mundial de la Alimentación que se celebra el 16 de octubre.

Esos efectos se derivan de las muy importantes sinergias surgidas de ambos procesos por estar muy ligados entre sí, ya que  mientras más sean los efectos del cambio climático mayor será la degradación de la tierra, y si seguimos degradando la tierra contribuiremos mayormente al cambio climático.

No obstante lo anterior, durante décadas la investigación de instituciones de educación superior ha sido incompatible con el entorno social, cultural y ambiental de las áreas rurales, porque “abrazó el paradigma de la agricultura industrial, basada en agroquímicos, plaguicidas, semillas mejoradas, maquinaria y riego, mediante la cual los agrónomos orientaron sus esfuerzos a convertir el campo en pisos de fábrica con monocultivos agrícolas y ganaderos”.

Así lo advierte el agroecólogo Víctor M. Toledo en el texto “Fracasos e irracionalidades de la ciencia en México” (La Jornada, 27/08/2019), y explica que la investigación se orientó hacia los medianos y grandes productores, lo mismo que los subsidios del Estado, y dejó a la deriva al sector campesino, sus saberes ancestrales y sus prácticas exitosas de pequeña escala.

Por su parte, la ciencia hidráulica dominante privilegió la construcción de miles de presas medianas o gigantes que provocaron severos cambios en los equilibrios regionales y afectaron poblaciones humanas. Hoy, sin embargo, se encuentran subutilizadas o en franco deterioro.

En tanto, la biología mexicana ha tenido un despliegue inusitado en estas décadas, completando inventarios, colecciones y bases de datos y facilitando la creación de un sistema de áreas naturales protegidas que alcanza 30 millones de hectáreas. Pero si bien en el estudio y la protección de la biodiversidad se ha avanzado, también “se ha ignorado o soslayado el papel de las culturas mesoamericanas que han interactuado con el universo natural por cerca de 7 mil años”, expone Toledo Manzur.

Esto da como resultado que “las comunidades que habitan esas áreas no sólo no participan mayormente (no son aliados) en la conservación de la biodiversidad, sino que 80 por ciento sufren altos grados de marginación social”, indica el experto mexicano.

El “agrocidio”, como algunos llaman al modelo errático de producción aplicado durante décadas, no sólo provocó exclusión económica y social del México rural, sino que causó además una degradación ambiental sin precedentes. Sin embargo, existen alternativas viables y muy conocidas para la sociedad mexicana, como:

La milpa: Modelo de producción que ofrece retornos energéticos muy favorables, una diversidad genética en los campos al sembrar tres o cuatro diferentes variedades con un gran potencial para controlar agentes patógenos, lo que de acuerdo con el sociólogo Armando Bartra constituye un modelo cultural, porque “los mesoamericanos no sembramos maíz sino hacemos milpa, con toda la diversidad entrelazada que conlleva. Y la milpa –con todos sus dones, sudores y saberes, es el origen de nuestra polícroma cultura”.

La chinampa. Técnica de producción prehispánica de alto rendimiento que se ha adecuado a las necesidades de la Ciudad de México, a la cual abastece de algunas hortalizas.

Lejos de lo que podría pensarse, no son los grandes productores del país, asidos al modelo de agroexportación, de monocultivos, los que proveen de maíz para la alimentación humana en México, sino los pequeños productores que aportan el 50% del maíz blanco que consumimos, y que proviene de unidades de producción que se desarrollan en pequeñas superficies de temporal con variedades nativas.

Desde tiempos ancestrales, los agricultores: experimentan y mejoran sus variedades para lograr una mejor adaptabilidad a las condiciones climáticas: temperatura,  altitud, disponibilidad  de agua o nutrientes,  o características  del producto como: color, tamaño, textura, precocidad y aumento de rendimiento.

Un estudio multidisciplinario auspiciado por la Conabio revela que “mientras en algunas partes de nuestro país, las superficies y las combinaciones de razas  (de maíces) y de policultivos se han reducido al igual que la población rural, en otras, se han mantenido e inclusive fortalecido al igual que varias organizaciones campesinas que luchan por una sustentabilidad con base en el cultivo de una alta agrobiodiversidad”.

Las unidades de producción de pequeña escala proporcionan funciones vitales para la humanidad: producen alimentos, generan agua y aire; mantienen la biodiversidad y la recrean; crean y mantienen conocimientos y una gran cultura.

 

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