“Ha llegado la hora en que todos los pueblos y gobiernos del mundo cobren conciencia de la marcha suicida que la humanidad ha emprendido a través de la contaminación del medio ambiente y la biosfera, la dilapidación de los recursos naturales, el crecimiento sin freno de la población y la sobreestimación de la tecnología”.

La proclama anterior parece haber sido escrita hoy, pero fue redactada el 16 de marzo de 1972 por Juan Domingo Perón desde su exilio en España, y originó la celebración del Día Mundial de la Protección de la Naturaleza cada 18 de octubre.

En esa carta que el ex presidente argentino envió a Kurt Wadhein, entonces secretario general de las Naciones Unidas, Perón consideraba “necesario revertir de inmediato la dirección de esa marcha suicida de la humanidad, a través de una acción mancomunada internacional”.

La ONU adoptó la propuesta con el propósito de motivar la responsabilidad ambiental sobre la protección y cuidado de los espacios naturales que tienen valores singulares de paisaje, fauna, vegetación o geomorfología, pero que son amenazados por distintas causas.

A lo largo de estas décadas, mucho se ha insistido en que la protección de la naturaleza no es tarea exclusiva de ambientalistas, sino responsabilidad de todas las personas, quienes debemos proteger los ecosistemas y la biodiversidad, apoyados en políticas ambientales adecuadas y propuestas por los gobiernos, y esa responsabilidad crece en México al saber que nuestro país ocupa el quinto lugar mundial en riqueza biológica.

Pero a lo largo de los 47 años de esa carta y de la Declaración de  la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano (Estocolmo/16/Jun/1972), gobiernos e instituciones dominantes, inspiradas en científicos como Paul Crutzen, premio Nobel de Química y uno de los estudiosos más destacados de la atmósfera, impulsaron la idea del antropoceno, como la “nueva era geológica (en que) la acción humana (la civilización moderna e industrial) se ha convertido en una nueva fuerza capaz de alterar los mayores procesos y ciclos del planeta”, lo cual hace responsable a todo ser humano del desastre ambiental.

¿Todos? Se preguntan principalmente las víctimas de la catástrofe ecológica de nuestros días, que incluye cambio climático, desertificación de la tierra, deshielo de los glaciares y otras calamidades.

Más recientemente, pensadores modernos han ido desmitificando el concepto del antropoceno.

El ambientalismo nos ha hecho creer que los culpables de la destrucción del mundo natural somos todos los seres humanos sin excepción, advierte el etnoecólogo Víctor M. Toledo, y aclara: “No es la humanidad, sino el 1% de la misma, la causante.  El cambio climático no debe atribuirse al mero hecho de que el planeta esté poblado por 7 mil millones, sino al reducido número de personas (uno por ciento) que controlan los medios de producción y deciden cómo se ha de usar la energía”. En consecuencia, dice, debe actuarse contra el capital fósil.

Jason W. Moore, historiador ambiental y geógrafo histórico en la Universidad de Binghamton, citado por Toledo en su artículo ¿Qué es el capitaloceno?, da al concepto de antropoceno un sinónimo: capitaloceno, al cual define como la “coacción forzada del trabajo (tanto humano como no humano), subordinada al imperativo del beneficio a cualquier precio (la acumulación ilimitada del capital) que provoca la ruptura del equilibrio del ecosistema planetario”.

Toledo Manzur y otros científicos refutan la teoría del antropoceno, y ponen en relieve el papel de los pueblos originarios como los mejores protectores de la naturaleza: “Hay que recalcar que en esta población indígena y campesina se ubica –y es el garante y potenciador– de nuestra gran riqueza biocultural”, señala Toledo.

En décadas de observación in situ, el etnobiólogo ha comprobado que en los pueblos indígenas “hay un reservorio de elementos vitales y civilizatorios de enorme trascendencia. El conocimiento indígena sobre los ecosistemas es tan rico y complejo como el conocimiento científico, con la ventaja de que el conocimiento indígena no fragmenta la realidad: se trata de un conocimiento integrado, holístico”.

Apunta: “La ciencia tiene una limitante que no tiene el conocimiento indígena. Por ejemplo, “el 90 por ciento de la flora de Yucatán tiene nombre maya y uso maya. Sus procesos de trabajo y de vida tienen una clara integralidad. En su hacer y quehacer para reproducirse y desarrollar la vida toman en cuenta con precisión y en muy complejos ámbitos de manejo, el clima, la fauna, los procesos ecológicos; y saben identificar y aprovechar las unidades de paisaje y las condiciones lentas o abruptas de cambio en sus contextos sociales y territorios. De ese vínculo y conocimiento parte su toma de decisiones para el manejo equilibrado de sus recursos.

Si bien “este es el ejemplo de los mayas, esto se encuentra en todos los pueblos indígenas del mundo. Y de experiencias como ésta, extendidas de muy diversas formas en el mundo, surgen conceptos o ideas como la del buen vivir, que emergió en Sudamérica. ¡Y la idea del buen vivir es claramente un concepto antitético de lo que se entiende por modernidad o progreso! Y, ¡oh, sorpresa! El concepto andino del buen vivir está en todos los pueblos del mundo”, acota Toledo.

Así que el 18 de octubre, Día Mundial de la Protección de la Naturaleza, México sí tiene qué celebrar, ya que cuenta con 68 etnias que son garantes de la preservación de la naturaleza e inspiradoras en sus prácticas de vida para el resto de la sociedad.

 

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