El 10 de abril de 2020, 16 volcanes del Cinturón de Fuego del Pacífico entre ellos el Popocatépetl, hicieron patente la furia de la Tierra, lanzaron fumarolas, cenizas y material incandescente. Algunos, como el Krakatoa, de Indonesia, hicieron erupción. De esa manera, los colosos recordaron que la Pacha Mama de los pueblos mesoamericanos está viva; tan viva, que reclama otro trato.

Bajo el amago de una invasión microscópica, una humanidad acalorada y sedienta se resguarda en refugios caseros para poner a salvo la salud y la vida; se adentra en sí misma en medio del silencio impuesto por la pandemia, vuelve la mirada a la naturaleza y, a través de las redes sociales, expresa su convicción de que ésta es la última llamada para actuar en defensa de la Tierra.

En el escenario convulso que sacude también la economía mundial, este 22 de abril más de 190 naciones recuerdan que hoy es Día Internacional de la Madre Tierra.

A la conmemoración no podrán asistir las más de 7 mil millones de personas que pueblan la Tierra, tampoco 20 millones de personas que habitan Estados Unidos de Nortemaérica podrán replicar las marchas que escenificaron hace medio siglo estudiantes de más de 2 mil universidades, en demanda de un medio ambiente saludable.

La Organización de las Naciones Unidas explica así la tragedia que hoy protagonizan más de 200 países: “La Madre Tierra claramente nos pide que actuemos. La naturaleza sufre. Los incendios en Australia, los mayores registros de calor terrestre y la peor invasión de langostas en Kenia. Ahora nos enfrentamos al COVID-19, una pandemia sanitaria mundial con una fuerte relación con la salud de nuestro ecosistema”.

Agrega: “El cambio climático, los cambios provocados por el hombre en la naturaleza, así como los crímenes que perturban la biodiversidad, como la deforestación, el cambio de uso del suelo, la producción agrícola y ganadera intensiva o el creciente comercio ilegal de vida silvestre, pueden aumentar el contacto y la transmisión de enfermedades infecciosas de animales a humanos”.

De acuerdo con el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), una nueva enfermedad infecciosa emerge en las personas cada 4 meses, y de estas enfermedades, el 75% proviene de animales. Esto, precisa, muestra la estrecha relación entre la salud humana, animal y ambiental.

Cuando se preparan las actividades del llamado Súper Año de la Biodiversidad que centra el papel de la diversidad biológica como indicador de la salud de la Tierra, la pandemia de COVD-19 recorre los cinco continentes, las personas dedicadas a la ciencia y la mayoría de los gobiernos coinciden en que el mundo enfrenta una crisis ambiental sin precedentes, con un gran número de especies al borde de la extinción y temperaturas globales crecientes.

“Consideran que las soluciones basadas en la naturaleza son la mejor opción para alcanzar el bienestar humano, abordar el cambio climático y proteger el planeta. Sin embargo, la naturaleza está en crisis, ya que estamos perdiendo especies a un ritmo 1.000 veces mayor que en cualquier otro momento histórico registrado”, señala el PNUMA.

El organismo reconoce que el brote de coronavirus representa un riesgo enorme para la salud pública y la economía mundial, pero también para la diversidad biológica. Advierte que, sin embargo, la biodiversidad puede ser parte de la solución, ya que una diversidad de especies dificulta la propagación rápida de los patógenos.

Conocedor de este campo en México y el mundo, Víctor M. Toledo, responsable de la política ambiental del país, analiza el fenómeno. Cita la teoría de Gaia, planteada por James Lovelock, científico inglés, y la bióloga Lynn Margulis, quienes postularon y demostraron que “el planeta Tierra es un organismo vivo, dotado de mecanismos de autocontrol tremendamente delicados y frágiles”.

Reseña que Lovelock refirió en La venganza de Gaia (Penguin Books, 2006) las reacciones del ecosistema global ante los impactos de las actividades humanas, teoría que coincide con las cosmovisiones de los 7 mil pueblos indígenas del mundo: el castigo de la Madre Tierra surge porque los humanos no han escuchado su voz y han rebasado los límites marcados por ella.

Tanto en la ecología científica como en la ecología sagrada, el consenso cada vez más generalizado sostiene que “todo daño que se inflige a la naturaleza termina revirtiéndose y que la humanidad debe reconstituirse a partir de su reconciliación con el universo natural, es decir, con la vida misma”, precisa el etnobiólogo.

Profundiza en la ecología política que “postula que no es la especie humana la culpable de las iras de la naturaleza, sino un sistema social, una civilización, en la que una minoría de menos del 1% de la población explota por igual tanto el trabajo de la naturaleza como el trabajo de los seres humanos”, por lo cual es necesaria una gran transformación civilizatoria.

Ubica la enorme crisis sanitaria del COVID-19 en el mismo contexto en que han ocurrido otras pandemias surgidas en relación con los sistemas industriales de producción de carne, como las gripes porcina y aviar, junto a la destrucción de los hábitats de especies silvestres de animales portadores de virus y en íntima relación con un sistema alimentario que ofrece productos de baja calidad o perjudiciales por el uso masivo de agroquímicos.

La expansión despiadada del COVID-19 es el último llamado de la naturaleza, advierte Toledo Manzur, y recuerda diversas señales que ya nos ha enviado, como los incendios forestales que en 1997-98 arrasaron más de 9 millones de hectáreas de selvas y bosques de la Amazonia, Indonesia, Centroamérica, México y Canadá, resultado de uno de los climas más cálidos y secos.

Los daños infligidos a los sistemas vivos, en todas sus escalas y dimensiones, son hoy la mayor amenaza a la especie humana, dice, y señala que están íntimamente ligados a la desigualdad social y a la marginación. Según Oxfam, explica Toledo, unos 70 millones de seres humanos poseen una riqueza superior a la de 7 mil millones.

La clave es entonces cambiar el actual estado de cosas, concluye, y delinea cómo lograrlo: pasar de una economía de mercado a una economía social y solidaria, de grandes empresas y corporaciones a empresas familiares y cooperativas; de gigantescos bancos a cajas colectivas de ahorro, de energía fósil a energías renovables, de sistemas agroalimentarios industriales a sistemas agroecológicos, de organizaciones centralistas y verticales a organizaciones descentralizadas y horizontales, de una democracia representativa a una democracia participativa.

Pero sobre todo, indica Toledo Manzur, se requiere construir desde las comunidades, municipios y microrregiones un poder de la ciudadanía o social capaz de enfrentar y controlar las acciones suicidas del Estado y del capital: una (eco)política desde, con y para la vida.