El genuino reclamo del derecho a la tierra ha sido una constante campesina, particularmente de los pueblos indígenas despojados de grandes territorios, desde las invasiones europeas del siglo XVI que se fueron consumando a lo largo y ancho del Continente Americano.

A la fecha persiste la lucha de las culturas originarias para recuperar no solo el suelo que les da el alimento y las mantiene vivas, sino sus tierras sagradas de valor y significado espiritual, al concebir la fusión de la naturaleza con el cosmos, muy distante del valor material y económico que le dieron los ocupantes advenedizos para explotar y extraer cuanto encontraron en los ecosistemas.

El 17 de abril de 1996 en El Dorado dos Carajás, Brasil, se cometió una masacre: 19 personas dedicadas a labores del campo fueron asesinadas por reclamar el acceso a la tierra y la justicia, crimen aún no sancionado y demanda todavía incumplida.

La efeméride nacida del Movimiento de los Sin Tierra brasileño es emblemática. El despojo propiciado por los regímenes militares generó una masa de personas del campo desposeídas y una concentración en pocas manos. Paradójicamente, favoreció desde la década de los setenta la aparición, primero, de incipientes organizaciones aisladas, locales, y luego una lucha social trascendente con el apoyo de la pastoral de la Iglesia que, en enero de 1985, reunió en Curitiba a mil 500 personas delegadas de todo Brasil en defensa de sus territorios.

En consecuencia, cada 17 de abril comunidades enteras de América, Europa, África y Asia conmemoran el Día Internacional de la Lucha Campesina, porque el despojo no es exclusivo de los países del sur, incluye a Europa, como lo documenta FIAN Internacional en su informe “Concentración de tierras, acaparamiento de tierras y luchas populares en Europa”.  

Tres años antes de la tragedia de El Dorado, movimientos agrícolas locales y nacionales se habían hermanado en la oposición al despojo y la expropiación por parte de grandes empresas transnacionales y Estados, lo mismo que al comercio de la naturaleza y de los bienes comunes que empujaban a hombres y mujeres fuera de sus espacios milenarios.

En 1993, agricultores y agricultoras de los cuatro continentes crearon una coalición internacional, La Vía Campesina, que hoy integra a 182 organizaciones de 81 países y constituye un gran movimiento por la soberanía alimentaria, la agroecología, los sistemas de semillas nativas, la participación de las juventudes en la agricultura, la reforma agraria, el rechazo a los agrotóxicos; la gestión de la gente sobre la tierra, el agua y los territorios; la resistencia al libre comercio, el feminismo campesino y la defensa de la mujer ante la violencia, y la defensa de los derechos humanos de trabajadoras y trabajadores migrantes.

En la Cumbre Mundial de la Alimentación, organizada por la FAO en 1996, La Vía Campesina introdujo el término de soberanía alimentaria, concepto de raigambre feminista que marca una ruptura con el sistema comercial agrícola impuesto por la Organización Mundial de Comercio, destaca la importancia del modo de producción de los alimentos y su origen y hace notar cómo la importación de alimentos baratos debilita no sólo la producción, sino a las comunidades agrarias locales.

Tras la realización de tres foros mundiales, en febrero de 2007 se emitió la Declaración de Nyéléni, en Selingue, Malí, que postula, entre otros principios, que: “La soberanía alimentaria es el derecho de los pueblos a alimentos nutritivos y culturalmente adecuados, accesibles, producidos de forma sostenible y ecológica, y su derecho a decidir su propio sistema alimentario y productivo”.

Sitúa de esta manera a quienes producen, distribuyen y consumen alimentos en el centro de los sistemas y políticas alimentarias por encima de las exigencias de los mercados y de las empresas; defiende los derechos de las futuras generaciones, y plantea una estrategia de resistencia y desmantelamiento del comercio libre y corporativo y del régimen alimentario actual para dar cauce a sistemas alimentarios, agrícolas, pastoriles y de pesca gestionados por los productores y productoras locales.

Soberanía alimentaria y movimiento feminista campesino corrieron de la mano. En el Foro de Nyéléni, las mujeres tuvieron un papel determinante luego de celebrar la Marcha Mundial de Mujeres, encuentro en el que definieron sus propuestas. 

La estrategia camina. El Centro de Conocimientos sobre Agroecología de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) da cuenta de las iniciativas europeas que promueven el intercambio de conocimientos agroecológicos de la red europea adherida a La Vía Campesina.

En el ensayo Utopía y naturaleza. El nuevo movimiento ecológico de los campesinos e indígenas de América Latina, el etnoecólogo Víctor M. Toledo, responsable de la política ambiental de México, advierte: “La especie humana se ve obligada a enfrentar por vez primera en la historia una amenaza de escala planetaria (la crisis ecológica), y los diferentes sectores sociales se ven obligados a definirse en torno de esta nueva lucha por la supervivencia”.

En ese escenario, escudriña el significado de las luchas campesinas, especialmente de la población indígena, en la nueva batalla global con una civilización occidental materialista incapaz de resolver el incremento de la pobreza, la expansión de la crisis existencial de la sociedad industrial y el deterioro ecológico del planeta.

Pronostica que las culturas tradicionales “están destinadas a jugar un papel protagónico del lado de las fuerzas que buscan amortiguar y resolver dicha crisis, al ser “poseedoras de cosmovisiones y modelos cognoscitivos, estrategias tecnológicas y formas de organización social y productiva, más cercanas a lo que se ha visualizado como un manejo ecológicamente adecuado de la naturaleza”.

Se trata, afirma, de “un nuevo paradigma que no sólo ha logrado penetrar numerosos círculos académicos, organizaciones ambientalistas y conservacionistas, e incluso grandes fundaciones y agencias internacionales de desarrollo (como el Banco Mundial o la Fundación Rockefeller), sino que se está filtrando hacia las organizaciones sociales de base y es materia de discusión de foros indigenistas y de organizaciones campesinas”.

“El poder político campesino sólo puede quedar asentado sobre dos pilares de igual magnitud e importancia, uno económico, el otro ecológico” (Toledo 1988, p. 280), señala, y encuentra una dimensión más de esa lucha: “La defensa de la naturaleza toma la forma de una demanda política concreta: la cultural, donde “la cosmovisión indígena, basada en una percepción religiosa de la naturaleza, encaja vis à vis con la necesidad de realizar una apropiación ecológicamente correcta de los recursos naturales”.

Así, sostiene el científico mexicano, la lucha ecológico-campesina pone juntas de nuevo, a través de la práctica política, las tres esferas de la realidad que la civilización dominante se ha empeñado siempre en separar: la naturaleza, la producción y la cultura,

Finalmente, Toledo Manzur rescata el significado propiamente ecológico de los nuevos movimientos campesinos del mundo: el contexto general de la lucha por la supervivencia a escala planetaria.

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