Es posible que pocas veces, o nunca, nos hayamos preguntado ¿Por qué cuidar el suelo? ¿Para qué preservarlo? ¿Cómo hacerlo? ¿Es necesario? ¿Es un recurso renovable?

Pensar y repensar en la importancia de los suelos llevó al científico estadounidense Hugh Hammond Bennett a observar que los seres humanos necesitamos el suelo para desarrollar las más diversas actividades a lo largo de nuestra existencia, como obtener alimentos, construir hogares, jugar, transitar, descansar, y muchísimas más.

Concluyó que el cuidado de los suelos repercute directamente en la capacidad productiva de los mismos, pues “la tierra productiva es nuestra base, porque cada cosa que hacemos comienza y se mantiene con la sostenida productividad de nuestras tierras agrícolas”.

En honor de este personaje se ha conmemorado desde el 7 de julio de 1963 el Día Internacional de la Conservación del Suelo, con el propósito de concientizar sobre la relevancia capital que tiene el suelo dentro del frágil equilibrio medioambiental, pues de la calidad de la tierra depende su capacidad productiva, y en ella se sostiene la biósfera, pero si la degradamos, se agota y se pierde.

La Comisión Nacional de los Derechos Humanos postula que mantener el planeta en equilibrio ecológico favorece los derechos fundamentales de la comunidad, y destaca entre estos el derecho a un medio ambiente sano.

Precisa que cuando el derecho es vulnerado por no adoptar las medidas necesarias para mitigar y compensar las afectaciones y daños causados a los suelos, los mares o los ríos, se pierde ese equilibrio y se provocan consecuencias catastróficas como el calentamiento global y la desertificación.

El suelo constituye todo un sistema cambiante, por lo que representa un recurso altamente complejo. Da soporte a todas las formas de vida, las plantas, los animales y toda la biodiversidad que da sostén a la vegetación y garantiza los nutrientes necesarios para todas las especies, vegetales, hongos, algas, musgos, líquenes, pero también a la fauna y a los seres humanos.

Ni qué decir de la actividad agrícola, para la cual los suelos son el canal de comunicación entre el campesino y su cultivo, pues de las acciones en los suelos del productor pequeño o industrial dependerá la calidad, la productividad y el tamaño de su plantación.

Es conveniente destacar que cuando las acciones sobre la tierra son inapropiadas se desencadena un proceso de desertificación o degradación ecológica en la cual los suelos fértiles pierden total o parcialmente su capacidad productiva a consecuencia de varias acciones perniciosas, por ejemplo la deforestación que propicia la tala indiscriminada de bosques o de grandes extensiones de vegetación, actividad que destruye la superficie forestal y en consecuencia la calidad de los suelos.

Otra causa de la degradación del suelo es el uso desequilibrado o excesivo del mismo y que desgasta el sustrato, lo que puede degradarlo de forma irreversible y producir la erosión, es decir, la pérdida de capas fértiles que limitan e incluso eliminan la capacidad productiva de ese suelo.

Una tercera causa de la degradación de los suelos es el mal uso de equipos mecanizados, así como el mantenimiento inadecuado de los mismos, ya que se impactan gravemente los terrenos al contaminarlos con aceite, gasolina y diésel que aceleran el proceso de erosión.

Si caminamos sobre el árido asfalto de una urbe, nos detenemos ante una ladera erosionada por el estrepitoso paso de los cascos del ganado en nuestros territorios, o miramos el páramo que dejó alguna industria que eludió remediar el suelo, o vemos cómo descienden de la montaña los pesados camiones con su ilegal carga de troncos recién cortados, podemos preguntarnos si cada uno de nosotros podemos hacer algo para rescatar nuestro breve espacio o, siendo más arrojados, podemos retornar a su condición primigenia amplios territorios de nuestra patria.

La respuesta es: ¡Sí!

Podemos instruirnos, capacitarnos, adiestrarnos en el uso correcto de los suelos con ecotecnias como la aplicación de lombricomposta o humus de lombriz —de preferencia roja o californiana— a nuestras siembras, sean caseras, de traspatio o de grandes extensiones, por ser este el abono más puro, económico y de alto rendimiento.

Otra opción altamente benéfica para los suelos es la siembra directa que preserva las características físicas, químicas y biológicas del suelo y les da mayor capacidad de resiliencia. Este método consiste en sembrar sobre el rastrojo sin usar el arado, con lo cual se evita la alteración del suelo, se incrementa la cantidad de agua que se infiltra, aumenta la retención de materia orgánica y se conservan los nutrientes, además de impedir la presencia de plagas porque se protegen los organismos que contrarrestan enfermedades.

También es muy eficaz la rotación de cultivos, ecotecnia ancestral de los pueblos originarios que entre otros beneficios representa un significativo ahorro de gasto en productos químicos como pesticidas, y que protege la naturaleza, retiene el agua, evita la erosión y aumenta el rendimiento. Se trata de alternar cultivos entre una siembra y otra, con el fin de proteger la tierra para mantener su capacidad productiva, evita la degradación de los suelos y, a diferencia de los monocultivos industriales, propicia la sostenibilidad agrícola.

Es tiempo de aprender a cultivar y producir nuestros alimentos y hacerlo con conciencia de que el suelo es un bien común que debemos preservar para las futuras generaciones. Podemos lograrlo porque existen herramientas de consulta a nuestro alcance en las redes sociales, o bien, en cursos presenciales muchas veces gratuitos y accesibles en nuestras comunidades, y saber que no requerimos un amplio espacio para poner manos a la obra y experimentar así que somos parte del planeta que nos da mucho camino para andar.