Entre las muchas batallas que libraron nuestros predecesores al construir la identidad nacional, ganaron una larga, sorda y tenaz lucha en la esfera simbólica, hasta alzar victoriosa el águila real sostenida sobre un nopal emergido de un islote y devorando a una serpiente.

En el texto “De la simbología prehispánica al blasón decimonónico”, compilado en el libro Escudo Nacional. Flora, fauna y biodiversidad, Enrique Florescano recorre esos pasajes de nuestra historia, desde el México prehispánico con sus mitos fundacionales que incluyen la Montaña Primordial representada en diversas expresiones artísticas para narrar la creación del cosmos, hasta el blasón que adoptó en 1811 la Junta de Zitácuaro, donde predominaba el emblema del águila parada sobre un nopal.

Uno de los símbolos que utilizaron las culturas mesoamericanas fue el árbol cósmico, eje donde confluían todas las fuerzas  en sus tres niveles: inframundo, cielo y tierra. Los mayas del periodo clásico utilizaron el maíz, y los posteriores la ceiba; los tenochcas, los cactus, y los mexicas el nopal, refiere el historiador, académico y humanista.

La identidad mexica se concentró en el mito de Aztlán y el peregrinaje que los llevó a fundar Tenochtitlan, en 1325, según ordenó el dios Huitzilopochtli, donde encontrarían “un águila agitando sus alas, parada sobre un nopal y desgarrando una serpiente”, escena que aparece en el monumento más antiguo que se conoce sobre la fundación de Tenochtitlan: el “Teocalli de la Guerra Sagrada”.

En 1427, dice Florescano, cuando los mexicas vencieron al reino tepaneca, el emblema de Tenochtitlan que unía la fundación de la ciudad en la isla, el árbol cósmico, el sacrificio de corazones a la deidad solar y el águila cantando el himno de la guerra, desplazó a otros símbolos de identidad y se convirtió no sólo en el estandarte nacional mexica, sino en la representación universal del Estado mexica, y fue ese el símbolo político más extendido de Mesoamérica.

De ese poder también se nutrió Hernán Cortés, quien rechazó sugerencias de sus capitanes de refundar Tenochtitlan en otro sitio. Comprendió que los símbolos de poder que ahí existían le darían el dominio político. Los cronistas de la época renombraron a la ciudad como México, y al reino le llamaron Nueva España.

Carlos V, cien años después (1523) otorgó a la ciudad un escudo de armas copiado de los emblemas castellanos, donde prevalecen sólo el reflejo de la laguna y las pencas sueltas del nopal, insignia que no complació ni a los invasores ni a los indígenas, por lo cual las mismas autoridades de la ciudad aprovecharon la ausencia de sello en el escudo de armas y colocaron al águila combatiendo a la serpiente y parada sobre un nopal, con lo cual el escudo mexica se superpuso a la heráldica hispánica que casi fue borrada desde entonces, señala Florescano.

Esto alentó a quienes vivían en la ciudad para que mandaran a esculpir el emblema mexicano en la fuente de la plaza mayor, justo frente al palacio virreinal, lo que alarmó al virrey Juan de Palafox y Mendoza, que en 1642 mandó suprimir el escudo mexicano que se había superpuesto al castellano, y a quitar la escultura mexica de la fuente principal de la ciudad.

No pudo, sin embargo, contener la necesidad de redención de los símbolos indígenas que se fueron reproduciendo de manera constante en todo el territorio mexicano: el templo franciscano de Tecamachalco, Puebla, el convento agustino de Ixmiquilpan; la iglesia de Yuriria; el convento franciscano de Tultitlán, entre otros. En 1663, el mismo ayuntamiento de México se negó a obedecer la orden virreinal y estampó el águila, el nopal y el castillo español en las nuevas Ordenanzas de la Muy Noble y Leal Ciudad de México.

La guerra de imágenes españolas e indígenas perduró  al grado de encontrase dibujos del águila monárquica expulsando de su nido al águila mexicana, o la imagen del rey español, Carlos II, parado sobre el emblema mexicano, e incluso a San Hipólito, protector de los españoles en la caída de Tenochtitlan, montado sobre un águila mexicana  y flanqueado por Pedro de Alvarado y Moctecuhzoma.

Tras siglos de lucha ideológica, en el siglo XVIII el mestizaje de la sociedad en búsqueda de su identidad rechazó los símbolos del poder español y se inclinó ante los de la antigua capital mexica, y fue entre 1724 y 1747 cuando el escudo de ascendencia hispánica se volvió a sellar con el águila en el tunal.

La Academia de San Carlos convierte al águila en uno de los símbolos de su emblema y le agrega las ramas de laurel y de encino que perduran hasta nuestros días. A partir de entonces, esa imagen se reprodujo en los principales edificios públicos, entre ellos la Casa de Moneda y la Aduana.

La primera Gazeta de México, publicada entre 1722 y 1742, incluyó el escudo indígena en varias de sus portadas, lo mismo que otras publicaciones y cartas del virreinato, relata el historiador Florescano.

Ese emblema penetró profundo en el imaginario colectivo, e incluso en los diferentes niveles de poder de las puertas de la Iglesia, de donde en un principio fue expulsado como símbolo de idolatría.

Un teólogo criollo, Miguel Sánchez, relacionó un pasaje bíblico con la predicción de una aparición bajo la forma de una mujer vestida de sol, y la luna bajo sus pies (la Virgen de Guadalupe) a la cual le fueron dadas “dos alas de grande águila”. Sus ideas se convirtieron en creencias populares y promovieron el entrelazamiento entre las imágenes de la Virgen y el emblema del águila y el nopal. Don Miguel Hidalgo y Costilla reunió bajo ese símbolo al ejército popular más numeroso que combatió por la independencia en América.

Pero fue hasta el establecimiento de las primeras formas de gobierno insurgente, cuando la Junta de Zitácuaro, en 1811, y el Congreso de Apatzingán en 1814-1815, colocaron en el emblema dominante al águila real mexicana erguida sobre el nopal.

 

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