Antes de existir la tierra que hoy pisamos, los cielos que surcan las aves y los ríos donde nadan los peces, solo había oscuridad. Esta oscuridad era densa; contenía todo cuanto puede existir en el universo, pero carecía de forma y orden. Así fue en un comienzo.  

La primera luz vino cuando él, a quien su pueblo llamó el Meltí-Iipá-Jalá —representaba en sí mismo una vasta sabiduría y conocimiento en las artes y la magia—, dio un primer paso en el vacío sempiterno. Recorrió la noche y la penumbra durante bastante tiempo. Con su pie rasgó la oscuridad y dio forma a nuevas luces, mismas que lanzó hacia el vacío. Estos destellos adquirieron forma y así se crearon las estrellas que cubren la bóveda celeste.

“La Creación” según la tradición oral del pueblo kiliwa.

Meltí-Iipá, quien llenó la oscuridad con luz, caminó largo tiempo por senderos desconocidos. Se mantuvo reflexivo y sabio, pero muy solitario. Cuanto más avanzaba por la oscuridad sempiterna, menores eran las posibilidades de encontrarse con alguien. No había nadie que cantara ni hiciera música, nadie que contara historias y tampoco había quien escuchara las maravillas del universo. Todo eso le inundó de melancolía, y en el vacío cantó:

“Triste, muy triste siento mi corazón; / ¿qué puedo hacer para sanar? / Si esta oscuridad lo engulle todo. / Apenas pequeños resplandores / llenan con su luz el vacío de la noche y no mi soledad”.

Formó un bastón y caminó en línea recta mientras daba pequeños golpes con la punta de su fetiche. La oscuridad se apartó a los extremos lejanos y, a cada paso, comenzó a brotar suelo y luz, organizándose hacia arriba la luz y hacia abajo el suelo. Pero Meltí-Iipá aún se sentía insatisfecho.

Caminó al centro de la creación, donde encontró silencio absoluto. Avanzó por el paisaje hasta que escuchó a lo lejos que un pequeño charco de agua se había formado. Maravillado, clavó su bastón a un lado de la fuente, se inclinó hacia ella y hundió su mano en el agua. Era refrescante y transparente; le pareció perfecta. Con ambas manos juntó agua y se la llevó a la boca. A la orilla del charco, Meltí-Iipá comenzó a reflexionar. Largos y profundos fueron sus pensamientos y, una vez decidido, llevó a cabo su voluntad.

Hizo un cuenco con agua y tierra; de este bebió dos sorbos. Al norte y al sur lanzó dos gargajos de agua cálida y, ahí donde cayeron, se crearon los primeros lagos y a su alrededor las primeras montañas. A las montañas del sur, que estaban bajo el cielo sin sol y brillaban con tonos amarillos, las llamó Kosei; a las montañas del norte, que brillaban con el color de la tierra rojiza, Kiwiniel. Bebió dos sorbos más largos, y de este a oeste cayeron dos gargajos; estos, al tener más agua, formaron los mares occidentales y orientales, así como nuevos montes y cerros. En la lengua de su gente, al este se le llamó Mesép y al oeste Nié.  Fue entonces que el mundo comenzó a tomar forma y adquirió sus cuatro direcciones cardinales.

Meltí-Iipá erigió dos altas montañas desde las cuales contempló su creación. Tiempo después, ambos montes adquirieron nuevos nombres: Wey Ko-Masi, el Cerro del Hombre, y Wey Ke-Masi, el Cerro de los Chamanes. Desde la cima del Chamán observó el mundo. Le pareció que faltaba algo. 

“La Creación” según la tradición oral del pueblo kiliwa.

En su cinto tenía varias bolsas, chismes y encantamientos. De uno de ellos sacó unas hojas y una pipa de barro y madera.  En la cima del Wey Ke-Masi trituró las hojas y las introdujo en su pipa. Con un pedernal hizo chispas. Vaho y humo ascendieron al cielo. Dio largas bocanadas y dirigió sus pensamientos hacia lo siguiente por realizar. Buscando una nueva perspectiva, caminó en dirección al cerro gemelo. Ahí por donde avanzaba, las cenizas de su puro formaban caminos, y junto a estos aparecían ríos. Cerca de las fuentes de agua comenzó a crecer hierba verde y amarilla. Meltí-Iipá formaba surcos en la tierra con cada golpe que daba con su bastón. A cada paso la tierra se hundía y la ceniza de su cigarro se repartía. Así se formaron los cenotes, los caminos, las cordilleras, los valles y las formas que el mundo posee ahora. Cuando llegó al Cerro del Hombre, miró la belleza del mundo que estaba construyendo. 

Ahora bien, del humo que iba desprendiéndose de su pipa se formaron las nubes en todas sus formas. Cada bocanada que exhalaba empujaba el aire, y el viento nació de él. Del vaho, que es espeso y húmedo, se formó la espuma de los océanos circundantes y, conforme se disolvía, aparecieron las corrientes de agua. Una vez en la cima del Cerro del Hombre, Meltí-Iipá decidió descansar y durmió largo tiempo. 

El tarareo de los ríos le trajeron de vuelta del sueño. Despertó sintiéndose renovado en fuerzas y en pensamiento. Irguió cuatro altas montañas en los puntos cardinales del mundo —norte, este, sur, oeste—. Palpó su cuerpo y de sus pantorrillas modeló y dio vida a cuatro borregos cimarrones con grandes y poderosos cuernos. Una vez listos, colocó en la cima de cada monte un borrego, dándoles una misión y un encantamiento. Aunque el mundo carecía de luz y luna, no estaba del todo oscuro; las estrellas brillaban a lo lejos, dejando caer una luz tenue que mantenía al mundo en un eterno atardecer. El creador decidió que tenía que hacer algo al respecto. Mientras cocinaba y daba forma a los cuatro animales, reflexionó y vio conveniente lo siguiente: desvistió su piel, la retiró con suma limpieza de pies a cabeza, y la extendió a lo largo y ancho del mundo.  Asignó a cada borrego sostener un extremo sobre sus ornamentas; así los convirtió en guardianes del cielo.

“La Creación” según la tradición oral del pueblo kiliwa.

Se dice que el encantamiento que Meltí-Iipá dio a cada guardián fue: “de norte a oeste, de oeste a sur, de sur a este y de este a norte, cada uno se moverá cargando sobre sí el cielo. Nada les estorbará el paso y hambre nunca sentirán”. Así, cada borrego descendió del monte y recorrió el prado. Es este el periodo durante el cual la luz se debilita y se oscurece el día; así nació la noche. Por los poros de la piel que ahora es el cielo podemos vislumbrar el brillo de las estrellas primigenias. Cuando los borregos ascienden, la luz despunta y anuncia el amanecer. Durante este periodo, mientras los borregos escalan los montes, el cielo se aclara, por instantes vemos el color rojo de la piel y nace el día; cuando descansan es cuando el día es más brillante.

Aunque había día y noche, siempre hacía frío; cuando el día llegaba a su cenit, aun siendo brillante, lucía un color apagado. Algo hacía falta. Meltí-Iipá meditó qué podía hacerse. Tomó su codo y no funcionó. Tomó su muslo pero no tuvo éxito. Acercó ambas manos a su boca y sintió calor. Entonces de su boca extrajo el sol que es cálido, y lo colocó en el firmamento.

El calor que emanó del sol cambió el aire frío y lo hizo templado, pero, debido a la cercanía, Meltí-Iipá sintió mucho calor y creó una sombra con un arbusto que hizo crecer a sus pies. No tuvo éxito; seguía sintiendo calor. Creó una serpiente de cascabel y le dio una indicación: “lleva al sol lejos o todo quedará consumido por su fuego”. Sin vacilar, la serpiente fue por el sol y este huyó lejos del mundo, y el calor de su luz se hizo más suave y amable. Los colores del mundo se hicieron más vivos. Meltí-Iipá, quien ahora se encontraba desnudo y sin piel, comenzó a sentir frío. Decidió entonces, para dejar de tiritar, tomar un poco de toda la materia del mundo y vestirse con ella.

“La Creación” según la tradición oral del pueblo kiliwa.

Creó un caballo, y cuando estuvo listo lo colocó en cuatro patas; este abrió los ojos, sacudió su cuerpo y retozó con gozo. Estaba vivo y, sin esperar órdenes, comenzó a andar. Los Kiliwas dicen que el caballo estaba cubierto con las semillas de todas las plantas que existen y se conocen hasta nuestros días; por lo tanto, una vez vivo comenzó a repartir por todo el mundo las semillas una a una, a veces en las laderas de los montes, a veces en los fondos de los valles, a veces cerca de ríos y otras veces dejando que estas volaran con el viento. De esta forma, el mundo se cubrió de verde y café, pues cada planta, árbol, arbusto, rama y flor nacía a su modo. Así se embellecieron las obras de Meltí-Iipá.

Después del caballo, siguió el resto de las especies. Creó cuatro animales que acompañarían a los guardianes del cielo. Moldeó un venado, un pez, una codorniz y un gato, y dispuso a cada uno en cada monte. Sin embargo, iniciaron una pelea entre todos, lo que no complació a Meltí-Iipá.

Fue entonces que, en el centro del mundo, donde norte y sur se encontraban, fabricó un horno. De los arbustos que crecían cerca de ahí tomó las ramas más gruesas, de su pipa tomó briznas ardientes, y encendió los primeros fuegos.  En su cuenco formó arcilla mezclando tierra sagrada y agua, y con sumo cuidado dio forma a todos los demás animales. Del barro nacieron las aves que surcan los cielos, los animales que caminan en cuatro y dos patas, los insectos, los animales de granja y los domésticos. Cada animal fue acomodado según un ciclo y función.

Una vez que todo estuvo bien establecido, Meltí-Iipá decidió crear a los seres humanos. Buscó largo tiempo el material con el cual dar forma a su nueva creación. Fue así como encontró barro rojo al sur del mundo. Recogió en su cuenco mucho de este material y en el sitio donde estaba su horno dio forma a cuatro figurillas rojizas que serían los padres y madres de todo el pueblo Kiliwa. Sin embargo, para tal creación era preciso otro proceso de cocimiento. Llevó su horno al monte del Hombre y preparó el horno para una cocción lenta, pues deseó que sus hijos fueran fuertes y resilientes, hermosos y sabios, así como su padre, Meltí-Iipá-Jalá, Dios Coyote-gente-luna. Durante trece noches, esperó pacientemente hasta que su obra quedó concluida.

“La Creación” según la tradición oral del pueblo kiliwa.

Los padres y las madres de la humanidad, del pueblo Kiliwa, despertaron y vieron que el mundo era hermoso. Asimismo, admiraron la sabiduría de su padre, quien vestía como el mundo mismo. Caminaron largo tiempo y sintieron la brisa del mar, el calor de la arena, el murmullo del viento entre los arbustos. Meltí-Iipá se sintió contento hasta que notó que sus hijos no hablaban ninguna lengua, solo emitían sonidos similares a los de animales. Entonces, como segundo regalo —el primero fue el don de la vida—, les enseñó su lengua. Esta fue heredada por generaciones e incluso en nuestros días permanece vigente con orgullo.

Pero no solo recibieron la lengua de Meltí-Iipá, sino que los primeros hijos también fueron educados en diversas artes como la cosecha, la caza y el tejido. Crearon ropa con la que se protegieron del frío, aprendieron a comer y a cazar. Sin embargo, algo todavía hacía falta. Tanto fue el goce y la alegría que sentía Meltí-Iipá hacia sus hijos que decidió darles un tercer don. Y esto dijo: “haremos música y les enseñaré cómo y con qué”.

Buscó un guaje, lo perforó y se metió dentro. Así se creó el primer bule. Dentro de este, Meltí-Iipá danzó y bailó por largo rato. De esa forma creó nuevos sonidos y ritmos. Sus hijos siguieron su ejemplo; metieron semillas dentro de los guajes y organizaron música y danzas. Una vez fuera del guaje, Meltí-Iipá observó a su creación y se unió a ellos. Con su pipa en mano se acopló al baile y dijo: “mi corazón se encuentra dichoso y jubiloso, pues la oscuridad y la luz permanecen cada una en su sitio. Yo, Meltí-Iipá-Jalá, dios Coyote-gente-luna, he creado la tierra, los cielos, el sol y los animales. Soy padre, enseñé a mis hijos mi lengua, la lengua de los dioses. Kiliwa será su nombre”.

Fue así como, nuevamente, Meltí-Iipá se fue a dormir. Lanzó un aullido sonoro y melodioso. Cayó rendido por el cansancio y se recostó para soñar profundamente. Finalmente, murió, alegre y satisfecho.

“La Creación” según la tradición oral del pueblo kiliwa.

Según cuenta el pueblo Kiliwa, el espíritu de Meltí-Iipá hizo un camino de estrellas para ascender a los cielos —lo que conocemos como Vía Láctea— y creó la Umá'i o wá, la casa de los muertos, que tiempo después sería conocido como la Luna. Mientras ascendía a los cielos, su espíritu encomendó esta historia y estas palabras: “¡Así se hizo el mundo! ¡Así se hizo el mundo! Nadie debe dudarlo”.

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Texto e ilustraciones: Omar Elías García Ramírez / Corrección de estilo: Laura Monserrat Castro Carmona / Coordinación: Norberto Zamora Pérez