Habitaban en él muchos animales: conejos, ardillas, reptiles, insectos, diversos mamíferos, pájaros, mariposas, colibríes… Pero a pesar de ser un cerro tan grande y lleno de vida, los animales y plantas se daban cuenta de que el cerro estaba triste y aburrido. Todos habían intentado alegrarlo. Las plantas daban flores aromáticas, los pájaros cantaban, las mariposas revoloteaban, otros animales lo recorrían saltando y corriendo, pero nada parecía mejorar su estado de ánimo.
Conforme se acercaba el verano, lejos de ahí, en la costa, el calor hacía que minúsculas gotitas de agua del océano se evaporan para formar grandes nubes blancas que el viento empujaría para iniciar un largo viaje. Las nubes estaban muy contentas de iniciar este gran viaje, porque las gotas de agua que regresaban al mar a través de los ríos, después de un gran recorrido, contaban muchas historias y anécdotas. Una de las historias que se contaba, era sobre un cerro del que se decía que era muy grande, que estaba lleno de vida y, además, que era muy amable y platicador con las nubes, que le gustaba contarles historias para entretenerlas ahí algún tiempo.
Así, grandes nubes blancas y esponjosas iniciaron su viaje tierra adentro. El viento fue empujándolas mientras ellas jugaban cambiando de forma y de color. Cuando se ponían pesadas y grises, porque ya estaban muy cargadas de agua, dejaban caer un poco, a veces como una ligera llovizna y otras con gotas grandes y pesadas, para continuar su viaje un poco más ligeras.
Un día en que las nubes estaban siendo impulsadas suevamente, vieron de frente al cerro del que tanto habían escuchado. Lo identificaron de inmediato, era un cerro majestuoso, lleno de vida y de colores. Impresionadas por su belleza, las nubes se acercaron para dejarse encantar por sus historias.
Llegada la hora para continuar su viaje, una de ellas, una nube grande, blanca y esponjosa, estaba tan entretenida con las historias del cerro, que se quedó escuchándolo y, sin darse cuenta, quedó separada del resto de las nubes. Así pasaron semanas, en las que los animales del cerro también disfrutaban las bondades de la nube. Un día, el viento le dijo a la nube que ya era hora de partir, ya que en otro espacio le estaban esperando. La nube se puso muy triste, pues se quería quedar ahí, pero el viento le dijo que no era posible.
La nube comenzó a pensar de qué manera podía quedarse. El cerro, entristecido también, le dijo que su destino era seguir su viaje. Sin embargo, la nube se negaba, y una noche tomó una decisión muy drástica. Se abrazó al cerro, lo cubrió con toda su blancura y llegó hasta sus faldas. El agua empezó a condensarse y corría por el cuerpo del cerro dormido, quién no abría los ojos para no ver cuando la nube se fuera al día siguiente. Los animales que vivían en el cerro jugaban y brincaban encima de él para que viera lo que había ocurrido. Los pájaros le cantaban muy fuerte, los mamíferos hacían retumbar el terreno y las serpientes se trasladaba a mayor velocidad. Entonces, el cerro, poco a poco, empezó a abrir los ojos y se dio cuenta de que había algo nuevo a sus pies. Era un hermoso lago. La nube había decidido escurrir por el cerro para así quedarse por siempre en forma de agua líquida y para que todos los días pudiera ver a su amigo el cerro y alimentar a toda la vida a su alrededor. Los primeros humanos que llegaron a aquella región, los purépechas, al ver sus esplendorosos paisajes, el majestuoso cerro y el prístino lago, la llamaron Pátzcuaro, que en español significa la puerta del cielo.