DOI: 10.24850/b-imta-perspectivas-2021-25     Descarga PDF

Hasta ahora, los ecosistemas acuáticos han sido sacrificados de manera rutinaria a favor del “desarrollo” y el “progreso”. Y si bien algunos de los impactos eran inevitables, otros podrían evitarse por medio de mejores políticas territoriales y de la aplicación del conocimiento científico moderno.

Sabemos que los recursos hídricos son esenciales para el desarrollo de la vida y que de ellos depende la preservación del medio natural, el abastecimiento de las zonas agrícolas y agropecuarias y los asentamientos humanos. Pero suele olvidarse que, debido a su carácter físico de barrera natural, también tienen un papel fundamental en la delimitación de los usos de suelo. Constituyen, en estricto sentido, un elemento estructural en el ordenamiento del territorio.

Probablemente el agua sea no solo el recurso natural más importante, sino que, además, sea el que se encuentra en la columna vertebral de toda la discusión sobre el cambio climático. Sin pretender afirmar que el cambio climático es la única razón por la cual huracanes y otros eventos hidrometeorológicos se han vuelto más extremos, lo que es innegable es que tanto en México como en el resto del mundo hay tendencias que apuntan ya en una dirección inequívoca, y esa tendencia es totalmente consistente con los hallazgos y los análisis del Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés).

Hasta ahora, el tema del cambio climático ha sido abordado de manera dicotómica: por un lado, la adaptación a sus impactos y, por el otro, la mitigación. Quienes priorizan la adaptación se preguntan: “¿Cómo generamos en los sistemas humanos, en las ciudades, en los sistemas de producción de alimentos y de generación de energía la necesaria resiliencia ante los impactos del cambio climático?”, es decir, ¿qué herramientas usamos para que los eventos climáticos extremos no nos afecten?

La crisis climática se ve reflejada, además, en crisis locales, causadas por la contaminación de las fuentes de abastecimiento de agua y por la sobreexplotación de los acuíferos. Esto evidencia la separación que hemos hecho del bienestar del medio ambiente de nuestro propio bienestar. Pero no podemos seguir por este camino. Es necesario repensar cómo accedemos al “progreso”. Es posible buscar un desarrollo que nos permita movernos hacia un mundo sin pobreza ni injusticia, al mismo tiempo que se protejan y respeten la belleza y riqueza de la naturaleza. Y el agua puede ser el elemento que habilite el desarrollo económico y social de nuestro país y su tan necesaria regeneración ambiental.

Ahora bien, la falta de infraestructura; su gestión y mantenimiento; la previsión de áreas permeables que permitan la filtración del agua y la recarga de los mantos acuíferos; la tipología de las distintas edificaciones; y la concientización y modificación de los hábitos de consumo de la población son factores que inciden directamente en la reducción del consumo y en la gestión sustentable del agua, y sobre todos ellos tiene una influencia directa en la planeación y en el ordenamiento urbano.

Desde hace más de un siglo, nuestro enfoque contra las tormentas, las inundaciones y las marejadas ha sido construir presas y diques. Y cuanto más se agudiza el cambio climático, más grandes son las presas y los diques que se construyen. Las decisiones sobre el agua, hasta ahora, se han hecho con los resultados técnicos que provienen de la ingeniería.

Pero ahora se ha llegado a un punto de inflexión en el que ya no es posible seguir apoyando la perspectiva de una sola dimensión del agua, que, a la luz de la evidencia, ha resultado incompleta. Las decisiones hídricas tienen implicaciones para el medio ambiente, la economía y la sociedad. Además, la gestión hídrica en las ciudades es un tema que involucra cada vez más a múltiples disciplinas: geografía, edafología, sociología, historia ambiental, ingeniería, biología, urbanismo, arquitectura, diseño urbano-paisajístico. No puede seguir viéndose sólo como un asunto de gestión de este recurso.

El agua ya no debe considerarse como el enemigo; más bien nuestro estilo de vida es el que tiene que cambiar. La planeación urbana que toma en cuenta el sistema natural promueve que las intervenciones urbanas consideren el cambio climático como la nueva "normalidad". La tendencia global del cambio urbano debe responder a los aspectos históricos y culturales y a ofrecer soluciones de largo plazo.

"Pensar en cualquier cosa es difícil. Pero “despensar” —deshacer la forma en que hemos pensado sobre cualquier cosa— es infinitamente más difícil".

(Mathur et al., 2009, p. 45)[1]

Esta cita capta la esencia de uno de los problemas fundamentales en la práctica del urbanismo moderno: se ha optado por medidas practicadas tradicionalmente, y por ello, nuestra mentalidad con respecto al desarrollo urbano sigue residiendo en el pasado.

¿Cuántas veces, cuando paseamos por la ciudad, encontramos que los canales son casi inexistentes y tratados como desagües? Los monzones llegan con inundaciones en el verano y en la primavera con escasez de agua. Nuestras ciudades crecen ahora ciegamente en aras de la economía, y nuestra ecología ha pasado a un segundo plano. Como resultado, carecemos de resiliencia.

Cuanto más ampliamos nuestra superficie impermeable —como el asfalto y el concreto—, más carecemos de superficies absorbentes, los recursos de agua subterránea de las ciudades se reducen día a día, y los escurrimientos de agua pluvial no pueden drenarse rápidamente, provocando inundaciones. Independientemente de la estrategia de ingeniería más dura que adoptemos, en el largo plazo, las estrategias más blandas, como áreas verdes permeables, la revitalización de los cursos de agua urbanos, la creación de más zonas verdes públicas, etc., son las que hacen que nuestras ciudades sean más habitables.

¿Podremos reconstruir una relación con el territorio que mantenga —aunque transformado— el potencial del sistema natural? Esa es la exigencia de sostenibilidad: transformar nuestro metabolismo industrial contaminante en un sistema de nuevo con un metabolismo circular, sin residuos y que, en consecuencia, seamos capaces de crear, de nuevo, auténticos paisajes. Y el urbanismo —en tanto la actividad social de transformación de la ciudad— tiene un papel determinante en esa transformación hacia un modelo productivo no contaminante. Si la sostenibilidad es un reclamo de cambio en nuestro modelo de relación con el medio —de nuestro metabolismo social— hacia un metabolismo no contaminante, entonces la ciudad es un lugar estratégico en ese cambio, y el urbanismo un instrumento clave en esa estrategia.

Y la intervención sobre los flujos urbanos del agua es clave. Actualmente, el agua urbana —ya sea doméstica o industrial— es usada, sobre todo, como un vector de alejamiento de residuos. Usamos su capacidad de disolución y su energía potencial para librarnos de nuestros residuos y dispersarlos posteriormente en el medio ambiente.

Pero el agua es traída de lugares cada vez más lejanos y requiere costosos procesos de tratamiento para asegurarle una calidad potable; potabilidad que sólo se precisa en un 2 % del total del agua que usamos. Pero toda esa agua urbana, tras de ser usada, se convierte en un vector de contaminación y de alteración en su retorno al medio ambiente. Por un lado, los residuos que arrastra o lleva disueltos —sean domésticos o de lavado de las superficies urbanas— degradan los sistemas naturales que los reciben, incapaces de absorberlos, y son envenenados por el tipo o dosis de los contaminantes.

Frente a la percepción social de la degradación del ambiente ocasionado por este modelo urbano del agua se ha reaccionado promoviendo sistemas de depuración del agua de alcantarillado, sistemas que evitan mezclar las aguas pluviales con las aguas residuales. Pero, ¿es eso suficiente? ¿Tiene sentido usar agua de calidad potable, extraída de lugares cada vez más lejanos y con mayores costos, para usarla de vector de alejamiento de residuos? ¿Es económicamente racional proyectar y construir costosas infraestructuras urbanas para protegernos de las inundaciones a medida que el crecimiento de la ciudad impermeabiliza el suelo y aumenta la cantidad y velocidad de la escorrentía urbana que causa el problema?

¿Por qué no empezar a rediseñar nuestras ciudades para tener una relación nueva con el sistema natural, estableciendo un paisaje propio de un metabolismo social no contaminante? Ello requiere disponer de una visión crítica de la relación de la ciudad con los sistemas naturales y con el agua, de los usos urbanos, así como de instrumentos y tecnologías que no sólo nos provean de una nueva relación con el territorio, sino también de nuevos recursos para reconstruir nuestras ciudades. Lo anterior supone un reto para nuestras ciudades, para el urbanismo como mecanismo de transformación urbana, para el territorio y para el paisaje, y construir así el nuevo entorno que la sostenibilidad reclama.

Al igual que el ser humano, la ciudad no puede vivir sin agua. Lo que se requiere es encontrar un balance —como sucede dentro de nuestro cuerpo— para nuestras ciudades. En las grandes urbes, la vida de sus habitantes está en riesgo tanto si el agua se acumula en inundaciones como si escasea. El reto es encontrar el balance que incluya un urbanismo resiliente para la gestión hídrica.

Colaboración de Eugenia García Velarde
Perspectivas IMTA No. 25, 2021

[1] Mathur, Anuradha y Dilip da Cunha. (2009). SOAK: Mumbai in an Estuary. New Delhi: Rupa & Co., 198 pp. ISBN: 812911480-1.

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