DOI: 10.24850/b-imta-perspectivas-2021-12      Descarga DF

El agua no solo es un elemento de la naturaleza, también es un componente fundamental para la sociedad. El agua también es equidad, justicia y bienestar. Por eso hay escuelas de pensamiento que, al hablar de equidad, discurren en torno a su relación con el agua o aquellas que abren la discusión hacia una justicia amplia que toca no solo temas ambientales sino específicamente relacionados con el agua. Otros grupos discuten alrededor de lo que denominan ‘metabolismo sociohídrico’, lo que refleja la importancia de este trinomio agua-naturaleza-sociedad.

Así, la dimensión social del agua es vasta, no solo se relaciona con las actividades económicas o políticas, sino que abarca también múltiples aspectos culturales, sicológicos y éticos que han sido recientemente revalorizados a escala global mediante el reconocimiento del agua, desde 2010, como derecho humano por la Organización de las Naciones Unidas (refrendado en México por la reforma constitucional publicada en 2012) o por la Agenda 2030, que incorporó dentro de sus Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) contenidos específicos al agua y su saneamiento (objetivo 6), entre otros directa o indirectamente relacionados con el agua (combate a la pobreza, alimentación, salud, vivienda, protección de ecosistemas, etc.). Este giro, que retoma la dimensión social del agua, ha motivado a ampliar la discusión sobre la orientación que deben tener las políticas hídricas.

Retomando los ODS, el agua, vista como un derecho humano, implica mover el foco de las decisiones en torno a ella hacia la dignidad y el bienestar de las personas, algo que pareciera obvio, pero que tardó más de cincuenta años en ser reconocido por las naciones (41 países se abstuvieron de apoyar la propuesta del Estado Pluricultural de Bolivia para reconocer el derecho humano al agua en 2010. Cinco años después, estas resistencias cedieron y, en 2015, se reconocieron por unanimidad los derechos humanos al agua y al saneamiento).

El agua, como derecho humano, implica cinco dimensiones: cantidad, calidad, accesibilidad, aceptabilidad y asequibilidad. Así, cuando hablamos de acceso al agua, se habla únicamente de “una” de sus dimensiones, que debe ser atendida con la misma importancia que las otras. Esta es una de las características de los derechos humanos, su indivisibilidad, pues no se garantizan por partes, sino integralmente, de aquí la importancia de este enfoque.

Sin embargo, los enfoques vigentes relacionado con el agua son el gerencial y el hidrocrático, que reducen la gestión del agua a un acceso rentable de servicios (relacionados con el agua y que, en algunos casos, incluye al saneamiento), pero que omiten una o más dimensiones del derecho humano, lo que, de origen, no representa una perspectiva que centre sus esfuerzos en el bienestar de las personas de forma integral, pues solo atienden partes de problemas relativos al agua y a la sociedad.

Un cambio de paradigma, de un enfoque gerencial y de servicios que predomina y que ve a las personas como usuarias o clientes (quienes, por tanto, pueden ser clasificadas por sus ingresos o capacidades de pago), que además olvida a la naturaleza como eje por el que discurre el agua y de la que dependen muchos otros seres que cohabitan ecosistemas, hacia uno de derechos que tiene en el centro a las personas, sin discriminación alguna, requiere también un cambio en el pensamiento de los hacedores de políticas públicas y de las personas que reciben la acción de las mismas.

Quienes hacen las políticas deben sensibilizarse y prepararse con un contenido ético, que retome el enfoque de derechos y las obligaciones del Estado en esta materia. Por su parte, las personas deben cambiar su rol de usuarios o beneficiarios hacia actores más involucrados en el ciclo de políticas públicas, con una intervención activa en el proceso. Estamos hablando de una democracia más participativa y directa en los asuntos públicos relacionados con el agua (que ahora se reconocen como asuntos de interés público).

Otro tema que merece al menos una mención por su implicación en este cambio de perspectiva es la diferencia entre derechos humanos al agua y derechos de agua. Los primeros quedan claros con los párrafos antecedentes y los segundos derivan de una visión de “apropiación” de los elementos y compuestos naturales, vistos como “recursos”, que son sujetos de ser intercambiados (apropiados) como bienes de mercado.  Se tienen derechos sobre un bien cuando se es titular de ese bien, por lo que uno puede disponer de este como le plazca. Esa visión de propiedad sobre el agua es la que refleja la frase “derechos de agua”, o sea, derechos de propiedad o uso sobre el agua (no vista como un elemento natural sino como un recurso). Esta perspectiva es defendida por el mercado y sus principales beneficiarios (en lógicas inequitativas respecto de actores en condiciones económicas desventajosas, por lo que es una visión discriminatoria de origen). Así, el agua vista como un bien de mercado se puede vender, intercambiar, transferir, heredar, asignándole un valor “monetario”. Estas dos visiones de “derechos” han confluido en el momento histórico actual, con la consecuente colisión de “visiones” que para algunos parecieran incompatibles.

Si bien los derechos de agua se refieren más a la visión economicista del agua, a su valor económico, en un mercado que requiere este “recurso” para la producción, transformación y servicios, esta, no tiene a la persona como centro, sino a la utilidad como razón de ser. Poner en el centro a las personas y no al mercado implica cambiar de fondo la orientación de la elaboración de políticas que tradicionalmente promueven los gobiernos.  El Estado debe decidir entre privilegiar el mercado y la economía, o el bienestar y la dignidad de las personas, sin discriminación alguna.

Hoy en día, esta aparente dicotomía puede encontrar solución con el arreglo institucional, constitucional y de control de convencionalidad, que nos permite poner a las personas en el centro de las decisiones.

Así, aquel debate de algunas décadas atrás queda, en parte, resuelto cuando la ética se pone al centro de las decisiones, y la dignidad de las personas se convierte en el motor del Estado.

Bajo un enfoque de derechos humanos, el gasto destinado a temas relacionados con el agua adquiere un sentido social, al abonar a las obligaciones del Estado en materia de derechos humanos.

Por eso, que hoy en día todavía mueran niños como consecuencia de enfermedades evitables relacionadas con la falta de agua, su mala calidad o la ausencia de medios para desalojar de forma segura los desechos humanos es inexcusable.

Que miles de personas migrantes no sean vistas como sujetas de derecho y, por tanto, sean discriminadas y no reciban agua porque no la pueden costear es inadmisible.

Que, a quinientos años de la caída del imperio mexica, existan en México pueblos indígenas sin acceso a agua de calidad, con suficiencia, asequible o de forma culturalmente aceptable es injustificable.

Los gobiernos de las naciones se propusieron que para 2030 se tendrían que cumplir los ODS (derivados del incumplimiento de los objetivos del milenio), que incluyen en su objetivo 6, obligaciones específicas en materia de agua.  Surge entonces la pregunta: ¿cómo alcanzar este objetivo? Incorporar el enfoque de derechos humanos (que agrega sus principios de universalidad, integralidad, interdependencia, indivisibilidad, progresividad, no discriminación y que ofrece como criterio interpretativo el centrarnos en las personas) en el quehacer gubernamental a todas las escalas puede ser una buena herramienta. De este punto se partió para desarrollar la Agenda 2030, y de este mismo se establecieron los primeros acuerdos internacionales y de la Organización de las Naciones Unidas, pero, durante muchos años, este enfoque durmió el sueño de los justos, que ahora se despierta convertido en una de las últimas esperanzas de la humanidad ante las grandes crisis globales.   

En temas relacionados con el agua, retomar las dimensiones sociales en su gestión probablemente implicará, entre otras cosas, sustituir conceptos fuertemente arraigados en el cuerpo semántico de los gestores del agua: “usuario” deberá cambiar a “persona” —sujeta de derechos, sin discriminación alguna— reconocer a las colectividades como sujetas de derechos (cuando estas actúan en representación de personas que se identifican cultural e históricamente en un territorio), como  son los pueblos indígenas y sus sistemas comunitarios de agua y saneamiento, y medir, con indicadores nuevos e integrados a los ya previamente establecidos desde otras visiones gerenciales, el nivel de cumplimiento de derechos, pero, sobre todo, implicará retomar los valores éticos en el quehacer de los Estados y en el de quienes estén al frente de decisiones que puedan determinar el bienestar de otras personas e incorporarlos en su cotidianeidad.

Colaboración de Alberto Rojas Rueda
Perspectivas IMTA Núm. 12, 2021