“El genio de Van Gogh reside en sus cuadros. Sólo él comprendió que el color no es una pasta de pigmento para embarrar el lienzo. Sus cuadros nos enseñan que el color es una vibración (a ratos celestial, a ratos telúrica) y por ello su obra es del todo subyugante. Existe un amarillo y un azul Van Gogh que sólo son reconocibles en sus cuadros”, escribe David Martín del Campo en su libro El azul de Van Gogh, perteneciente a la colección de Periodismo Cultural editada por la Secretaría de Cultura federal.

“¿Qué se puede considerar ante la tumba de Vicent van Gogh? El desconsolado pintor se había exiliado en la apacible villa de Auvers-sur-Oise, a una hora de París, huyendo del tráfico urbano que tanto lo perturbaba. Ahí fue donde el genio holandés concluyó su arte y sus días en el verano de 1890, legándonos esa paleta de azules inconmensurables que revelan mucho de su melancolía… Amparado por ese espíritu, el presente libro conjunta una selección de 100 textos periodísticos escritos a lo largo de tres lustros.”

Es así como los breves ensayos, antecedidos por el texto introductorio El síndrome de Gauguin escrito por Mauricio Carrera, integran en los apartados: “Cosas de la vida”, “Por sus obras”, “Pasaporte en mano”, “Pompa y Circunstancia” y “Hermosa provincia mexicana”.

En el denominado El azul de Van Gogh, donde Martín del Campo nos aproxima al pintor -nacido el 29 de julio de 1853- considerado como uno de los principales exponentes del postimpresionismo. Nos lleva a su travesía por Francia, desde que abordó el tren en la Gare du Nord hasta llegar a Auvers donde Vincent van Gogh se estableció a partir del 20 de mayo de 1890 luego de abandonar el manicomio de Saint-Rémy.

Saliendo del andén, “uno se topa con las señales de esa veneración casi litúrgica: el letrero que señala hacia el Museo Van Gogh, hacia la iglesia que pintó dos semanas antes de morir, hacia el cementerio, o a la casa donde habitó (y que hoy ocupa el restaurante Auberge Revoix)”, relata el escritor y periodista.

“Los muros de las quintas son de piedra y ladrillo y están cuajados de zarzamoras. No es demasiado difícil dar con la iglesia; de pronto, al situarnos ante su fachada, algo cruje en el pecho. La parroquia es idéntica a la que pintó Vincent un siglo atrás (sus techos ondulados, los vitrales góticos) y solo faltaría la campesina en suecos y cofia avanzando a su izquierda”.

Durante su trayecto por “una discreta carretera que avanza junto a un extenso campo de cultivo” identifica “los trigales que pintó asaltados por los cuervos y las nubes a punto de granizo”. “El camino lleva al cementerio, donde están dos tumbas modestas en las que reposan él mismo y su hermano Theo (que murió un año después). Sobre la sepultura hay varios ramilletes, flores recientes y marchitas, porque los que hasta aquí llegamos lo hacemos para ofrendarle un par de tulipanes en agradecimiento a lo mucho que nos reveló con los azules trepidantes de sus cuadros, y como expiación de su permanente desdicha.”

“Al final debe uno visitar la casa donde vivió ese verano de 1980 y donde agonizó con aquella bala a mitad del pecho que el doctor Gachet, por la complicación de la herida, se negó a extraer.” “La buhardilla es húmeda y un tanto lúgubre. Un ventanuco en el techo permite que apenas se asome la brisa”. Fue en Auvers donde “culminó su obra: 79 cuadros en 69 días del verano de 1890”.

Este sábado 29 de julio se conmemora el 127 aniversario de su fallecimiento. En El azul de Van Gogh Martín del Campo comparte que, a la semana del suceso, Theo escribió una carta Elizabeth -hermana de ambos- donde refirió “Vincent deseaba morir. Cuando estaba sentado junto a él diciéndole que intentaríamos curarle y que esperábamos pode evitarle más padecimientos, me dijo: ‘La tristeza durará siempre’. Comprendí entonces lo que quería decir. Poco le faltó el aliento, cerró los ojos. Se quedó en paz”.

En el libro Historia del arte para jóvenes, sus autores By H. W. Janson, A. F. Janson, aseguran que para el propio Van Gogh era el color, no la forma, lo que determinaba el contenido expresivo de sus pinturas.

“Aunque sus deseos de exagerar lo esencial y dejar en vaguedad lo evidente, hace que sus colores parezcan arbitrarios según las normas impresionistas, mantuvo, sin embargo, un compromiso profundo con el mundo visible”.

Es así como a diferencia de los impresionistas, Vincent van Gogh pintaba trazos gruesos sobre el lienzo dando pinceladas espesas o con el filo de una paleta con los que no trataba de reproducir lo que veía sino utilizar el color de manera más arbitraria para poder expresarse con más fuerza.

Estamos ante un adelantado a su tiempo que mediante diferentes tonalidades representaba estados de ánimo en lugar de emplearlos de forma realista.

Fue la mezcla de su carácter sombrío, soledad y constantes depresiones, lo que lo llevó a plasmar de forma magistral sus emociones más profundas.

De acuerdo con un artículo publicado por expertos de Bélgica, Italia y Países Bajos en la revista Analytical Chemistry, el amarillo de cromo, por ejemplo, le permitió alcanzar la intensidad que poseen sus series de girasoles.

Recientemente, dos hipótesis surgieron con la intención de explicar su particular fascinación por el amarillo. La primera de ellas asegura que se debió al consumo excesivo de absenta (bebida alcohólica muy popular ente artistas y escritores de su época). La otra versión es que se trató de un efecto secundario producido por el consumo de una planta durante su tratamiento contra la epilepsia llamada Digitalis purpurea, o más conocida como digital.

Independientemente de que estas versiones sean ciertas o no, el hecho es que sus cuadros están cargados de una energía intensa y vibrante que introdujo una novedad en la pintura plástica de la época debido a la carga simbólica utilizada en los colores y las deformaciones de los objetos. En ese sentido también destaca su revolucionaria distribución del espacio dentro del cuadro debido a que no generan la ilusión óptica de ser una ventana al mundo.

Un ejemplo claro es la obra La habitación de Arlés en la cual los ángulos de las líneas de la cama, las sillas y la mesa de noche no son rectos y las paredes parecen venirse encima de quien habita el cuarto. Y es que no estaba interesado en mostrar exactamente su cuarto, sino en pintarlo como él lo veía.

Van Gogh, quien se suicidó a los 37 años, en julio de 1890, pintó alrededor de 900 cuadros, de los cuales 27 son autorretratos, y mil 600 dibujos. En vida no llegó a vender más que uno de aquellos centenares de cuadros suyos que actualmente alcanzan cifras exorbitantes en las subastas. El reconocimiento de su obra empezó un año después de su muerte, a raíz de una exposición retrospectiva organizada por el Salón de los Independientes.

Su obra postimpresionista influyó en la mayoría de los principales movimientos artísticos del siglo XX y es considerado unánimemente uno de los grandes genios de la pintura moderna. Este 29 de julio habría que llevar tulipanes a la tumba de Vincent van Gogh en retribución a su legado aportado a la cultura universal.

Información: CGP / MEV

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