En este hoy en que la categorización de todo pasa por lo mainstream, las listas configuran la psique, la existencia y los viajes. Prevalece la mixtificación de lo que debemos ver.  Aparece entonces, de acuerdo con Diego Olavarría,  una nueva acepción del turista: “persona a la que sólo le interesa el mundo en la medida que es fotogénico”, y aceptémoslo, muchos viajes parecen tener como destino tomar fotografías que puedan compartirse en las diversas redes.

Pero hay otros viajes y hay otros viajeros. Viajes que comienzan a fraguarse desde, por ejemplo, una pintura vista en la infancia y que se fijó en el área de la ensoñación. O los que nos hacen partir hacia la región donde la llama de un poeta iluminado fue extinguiéndose.

Dejando atrás tiempo y espacio, Diego Olavarría viajó a Etiopía en enero de 2012, para llegar a Adís Abeba  “algún mes del año 2004”,  la crónica de este viaje concéntrico, alejado de todo paisajismo fashion es El paralelo etíope, ganadora del Premio Nacional de Crónica Joven, Ricardo Garibay, 2015, editado por el Fondo Editorial Tierra Adentro de la Secretaría de Cultura del gobierno federal.

En el altiplano africano reposa “La niña de los ojos de África, la capital de los jóvenes idealistas, la  ciudad más importante del reino más viejo del mundo, del país con la iglesia cristiana más antigua del continente, de la nación que inventó su propio alfabeto en tiempos en los que el resto del continente no había inventado ni el tambor”, descascarada como el viento de la promesa.

Los candelabros y el piano del hotel más antiguo, fundado por la emperatriz,  son casi el único vestigio de un elegante esplendor perdido ya, que convive con el Hilton y el Sheraton, hoteles reservados para africanos ricos o para los miembros de los organismos humanitarios que entre champaña viven la inquietud de la ayuda. Las distancias entre unos y otros son el enramado de la realidad: calles de tierra y casas de hojalata sin agua corriente para los pobladores.

En esta ciudad no hay basura, rasgo que en el mundo occidental se lee como marca de una civilización de avanzada, con conciencia ecológica, aquí esa ausencia revela la miseria. Reflexiona el escritor que si no hay basura es porque en este país no hay nada que desperdiciar, por un lado en el mercado principal descubre que todo se revende y se reutiliza, por ejemplo, las llantas desgastadas aún sirven para elaborar manualmente sandalias. Donde todo es carencia, no existe el desperdicio. Otro factor, la basura, sigue un proceso ascendente y descendente, algo debe fabricarse, ese algo debe ser producido por alguien que reciba un salario, el binomio fábrica-trabajador, es prácticamente inexistente. Hasta para tirar una envoltura implica que hay dinero para comprar algo que la requiera, en Adís Abeba la miseria se define como: “el acto de sobrevivir con migajas”. La imagen postapocalíptica es justamente la de la nada y el hombre.

A tres horas de la capital se llega al principio de todo, a uno de los lugares que menos ha cambiado en el mundo, Omo del Sur. Fue aquí donde el Homo Aferensis se irguió en dos patas, que se levantó y empezó a caminar: primero aquí y luego hacia las selvas y a otros extremos del mundo”. Edén para unos y tierra prometida para los rastafaris, lo que hoy es desierto hace 3 millones de años era una exuberante selva.

Y  lo que  arrulló al Homo Sapiens  cobija a las tribus para las que la modernidad con todas ocupaciones y preocupaciones no existe, su única relación con ese mundo se produce a través de las cámaras de los turistas que llegan hasta ellos para llevarse un señuelo de pureza. Esos mismos que ligan “la idea de atraso con un collar de cuentas y no con una serie de relaciones económicas desiguales”.

Los primeros en viajar a Entos Iyesus lo hicieron 600 años antes de Cristo. Con ellos viajaba el Arca de la Alianza, eran judíos huyendo de la invasión babilónica. A su paso sembraron esa fe, las islas que ondulan al paso del lago Tana están sembradas de iglesias y monasterios. “El Nilo azul es el agua bendita de una religión sin grandes templos”.

“A veces siento que Occidente limpió su conciencia en África, en Etiopía. Que lo hizo de la manera más burda posible: empobreciéndola para luego convertirla en sujeto de caridad”, escribe Diego Olavarría; las conclusiones son otro pasajero, o una segunda voz narrativa, porque en medio de todo esplendor, entre el color que perdura entre grietas como la última prueba de imperios caídos, de hazañas fantásticas, en los ojos de las mujeres más bellas de este planeta, África es saqueo, pobreza que únicamente las palabras de un escritor puede revelarla.

Diego Olavarría, Ciudad de México, 1984, creció en Estados Unidos, Honduras y Cuba. Sus crónicas y ensayos han aparecido en Etiqueta NegraLa TempestadLetras LibresLa Ciudad de FrentePunto de Partida, entre otros medios. Fue becario del Fonca - Jóvenes Creadores 2013-2014. Actualmente vive en la Ciudad de México, donde trabaja como traductor, intérprete y escritor.

Diego Olavarría, El paralelo etíope. Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay, 2015; Fondo Editorial Tierra Adentro/ Conaculta; México, 2015, 150 pp.

Información: ARR

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