Si bien el muralismo mexicano no es en lo absoluto el único movimiento artístico que ha tenido lugar en nuestro país, su impacto y resonancia a nivel nacional e internacional lo mantienen como un foco de atención sobre la plástica mexicana al ser considerado el movimiento más importante del arte en México, pues no solo fue un proyecto plástico, sino también político y pedagógico, cuya fuerza logró que las imágenes y discursos que detonó se convirtieran en un referente iconográfico sobre México que alimentó imaginarios sobre la identidad nacional que aún hoy siguen activos.

El escenario que permitió el origen del muralismo en nuestro país es la posrevolución, momento en el que el orden político emanado del periodo de guerra iniciado en 1910 buscaba legitimarse a través de la institucionalización de la Revolución y sus ideales de justicia social. Tras la llegada de Álvaro Obregón a la presidencia de México, y su proyecto de reconstrucción nacional, José Vasconcelos, filósofo y educador que se desempeñaba como rector de la Universidad Nacional, fue elegido para ocupar la titularidad de la naciente Secretaría de Educación Pública, desde donde reformuló la educación a partir de la perspectiva de la vinculación de la escuela con la realidad social y la educación como principio de la igualdad.

Un ejemplo de este interés democratizador de la educación fue el ambicioso proyecto de las Misiones Culturales, empresa de inspiración cristiana con la que grupos de maestros llegaron a los lugares más recónditos del país y que condensaba la visión vasconcelista sobre la educación como pieza clave para la igualdad y la justicia social, pues para él la ignorancia era “la causa de la injusticia; y la educación, suprema igualitaria, la mejor aliada de la justicia”[1].

De esta manera, los ideales educativos y de transformación de Vasconcelos se materializaron en un proyecto de educación popular que tenía por meta la modernización del país, así como la integración de sus habitantes, y cuyas principales herramientas fueron el arte y la cultura. Por ello, Vasconcelos apostó por un arte público en el que “el artista es una especie de vidente que permite al hombre común acercarse por medio del arte al Espíritu”[2].

 

Arranca el movimiento

Como parte de su proyecto educativo nacional, Vasconcelos facilitó los muros de diferentes instituciones públicas a grandes artistas mexicanos que poseían las influencias ideológicas y plásticas de Gerardo Murillo, Dr. Atl, quien es considerado iniciador del muralismo, pues en 1910 conformó un grupo cuya finalidad tenía gestionar muros de edificios públicos para ser pintados; no obstante, dichas intensiones se vieron frustradas por el inicio de la guerra revolucionaria; por ello, la empresa fue retomada por el proyecto educativo vasconcelista diez años después.

Entre los recintos cuyos muros fueron ofrecidos para esta empresa se encontró el extemplo de San Pedro y San Pablo, edificio que actualmente ocupa el Museo de las Constituciones; ahí se halla el mural “El árbol de la vida”, pintado por Roberto Montenegro en 1921 y considerado por algunos especialistas como la primera obra del movimiento muralista mexicano.

Originalmente, el mural era una representación de un San Sebastián andrógino, sensual y semidesnudo que estaba rodeado por mujeres, de las cuales una tenía los senos descubiertos y apuntaba con un arco y una flecha al santo. En la obra original, los personajes del mural se entrelazaban por medio de una tela que atravesaba la escena, y se ubicaban frente a un árbol mítico con fauna y flora exuberante; asimismo, estaban rodeados de múltiples simbolismos y textos. Este mural, en palabras de la historiadora Julieta Ortiz Gaitán, representaba una alegoría del ser humano como el centro del universo[3].

No obstante, la obra fue modificada y actualmente muestra a un hombre en armadura rodeado por 12 mujeres vestidas con túnicas; además, la tela que los conectaba desapareció. De acuerdo con Jairo Antonio Hoyos Galvis, con dicho acto “el cuerpo afeminado masculino fue excluido del espacio público de la ciudad”.

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Para Hoyos Galvis, Roberto Montenegro inauguró la representación del cuerpo pictórico del hombre en el arte revolucionario a través de una imagen en la que el cuerpo masculino era “amenazado por la penetración femenina”[4]. Según apunta el autor, el San Sebastián de Montenegro contradecía el imaginario del cuerpo masculino, vigoroso y saludable como el cuerpo de la nación; por ello, dicho cuerpo nacional estaba vinculado con la exclusión de la feminidad del cuerpo del hombre, razón por la que la representación final del mural mostró a un caballero viril, blindado por una armadura y desvinculado de cualquier signo de feminidad: “El afeminamiento del cuerpo se convierte en un elemento indeseado que debía ser sepultado y excluido del espacio público. El cuerpo masculino debía funcionar como un actor activo con el fin de reproducir el cuerpo ideal de la nación”[5].

Cabe mencionar que esta obra forma parte del primer momento de la producción del muralismo mexicano, que se caracterizó por seguir temáticamente las ideas de José Vasconcelos; es decir, estas primeras obras poseían un marco ideológico y estético delimitado por el misticismo, lo metafísico, las alegorías a los mitos cristianos y alusiones al ocultismo[6]; además, contaban con una fuerte carga simbólica y obedecían a las ideas del mestizaje y la integración nacional.

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El giro político del muralismo se ubica en un segundo grupo de obras caracterizadas por alejarse de los planteamientos vasconcelistas. Este distanciamiento ideológico respondía a las preocupaciones de los artistas sobre el arte y su función social, las cuales se vieron expresadas en el Manifiesto del Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores, texto que ubica al muralismo dentro de la tradición de las vanguardias artísticas.

 

Muralismo: arte público y político

Los primeros murales se hicieron también en las paredes de la Escuela Nacional Preparatoria (Antiguo Colegio de San Ildefonso), donde pintaron artistas como Jean Charlot, Fermín Revueltas, Diego Rivera, Ramón Alva de la Canal, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros y Fernando Leal. Este recinto es considerado por diversos especialistas como “la cuna del muralimso mexicano”, asimsimo su papel en la historia del arte moderno ha sido entendido como el de un “laboratorio de experimentación estética”, debido a que en él confluyeron una gran cantidad de artistas que abrieron camino a la reflexión sobre lo mexicano y que fraguaron la identidad del movimiento[7].

Por otro lado, el edificio sede de la Secretaría de Educación Pública (Antiguo Convento de Santa María de la Encarnación del Divino Verbo) también fue parte del proceso de alfabetización gráfica que representó el muralismo, y si bien, Jean Charlot, Amado de la Cueva y Roberto Montenegro plasmaron su obra allí, fue Diego Rivera quien abarcó la mayor parte de los muros y por ende de quien mayor obra pictórica hay en el recinto. Este tipo de acaparamiento por Rivera hizo que Siqueiros lanzara severas críticas a su labor como artista e incluso lo descalificara llamándolo “oportunista”, “contrarrevolucionario” y “pintor de cámara del gobierno”[8].

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La mayoría de las obras generadas en estos recintos respondían a la idea de un arte de carácter social que tenía en el centro a la identidad nacional, al introducir en sus temáticas los movimientos campesinos e indígenas, el pasado mesoamericano, el enaltecimiento de algunos pasajes de la historia, las artes populares, las denuncias de los abusos del poder y la caricaturización de la burguesía. Si bien hubo un grupo de obras generadas por los muralistas que respondían a los esquemas estéticos e ideológicos de Vasconcelos basados en sus ideas sobre la raza cósmica y el mestizaje; hubo también un grupo de obras que se aproximaron a un arte político con el que comúnmente es asociado el movimiento muralista.

El muralismo formó parte de un proyecto político-pedagógico-cultural que tenía por meta instalar la ideología de la Revolución mexicana, pues “la iconografía del muralismo, al recrear la imagen de la revolución obrera y campesina, crea una arte consagratorio que el Estado usufructuó en su proceso de legitimación y homogeneización nacional”[9].

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Su éxito como aparato ideológico-educativo se debió precisamente a su apuesta por lo colectivo y el uso del espacio público como lugar de encuentro entre el pueblo y el arte. Asimismo, sus impulsores pensaron esta empresa como parte de una “lucha social y estético-educativa”, como una herramienta política al servicio del pueblo; es decir, como un arte público monumental en oposición al individualismo y el arte elitista y burgués, tal como indica el Manifiesto del Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores, publicado en 1924 en El machete, redactado por Siqueiros y firmado por figuras como Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Xavier Guerrero, Fermín Revueltas, José Clemente Orozco, Carlos Mérida, entre otros:

“Nuestro objetivo fundamental radica en socializar las manifestaciones artísticas tendiendo hacia la desaparición absoluta del individualismo por burgués [...] Exaltamos las manifestaciones de arte monumental por ser de utilidad pública. Proclamamos que toda manifestación estética ajena o contraria al sentimiento popular es burguesa y debe desaparecer porque contribuye a pervertir el gusto de nuestra raza, ya casi completamente pervertido en las ciudades”.

Este mismo manifiesto añadía: “Los creadores de belleza deben esforzarse porque su labor presente un aspecto claro de propaganda ideológica en bien del pueblo, haciendo del arte, que actualmente es una manifestación de masturbación individualista, una finalidad de belleza para todos, de educación y de combate”.

 

Mujeres muralistas

Lejos de lo que las narrativas masculinistas indican, la triada de hombres que siempre es aludida cuando se habla de muralismo no fue ni de lejos la única protagonista de este movimiento. Otros artistas varones que tuvieron una destacada participación han quedado minimizados frente al interés sobre las obras de Rivera, Orozco y Siqueiros, pero fueron principalmente las mujeres creadoras las que quedaron relegadas al olvido; sin embargo, en años recientes connotadas investigadoras se han encargado de sacar del anonimato a estas grandes artistas.

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A decir de la historiadora Dina Comisarenco, artistas como Aurora Reyes, Elena Huerta, Marion Greenwood, Elvira Gascón, Fanny Rabel, Rina Lazo, Electa Arenal, entre otras, participaron activamente en el movimiento muralista a pesar de los múltiples obstáculos y dificultades que experimentaron. Sin embargo, debido a sus talentos y perspectivas logaron enriquecer al movimiento muralista tanto en el ámbito temático como expresivo. Un ejemplo de esto, como menciona Comisarenco, es que obras de mujeres muralistas como Leonora Carrington y Lilia Carrillo demostraron que el movimiento muralista poseyó una dimensión temática y estética que no se limitaba al nacionalismo y el realismo, pues estas pintoras produjeron obras murales inscritas en el surrealismo y el arte abstracto, respectivamente; asimismo, las representaciones elaboradas por las muralistas daban a las mujeres papeles activos y protagónicos en oposición al lugar pasivo y estereotípico que los muralistas hombres daban a las mujeres en sus obras pictóricas[10].

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Aurora Reyes es quizás un caso paradigmático sobre la participación de las mujeres en el muralismo, pues es considerada la primera mujer muralista de nuestro país. En su obra se enfocó en plasmar problemas sociales y mostró inquietud por la condición de la mujer en la sociedad mexicana.

Una de las obras más famosas de Aurora Reyes se encuentra en el Centro Escolar Revolución y es titulada "Atentado a las maestras rurales"; este mural, que refleja algunas preocupaciones de Reyes: la educación y la lucha por mejorar las condiciones laborales de las mujeres trabajadoras, está inspirada, según apunta Comisarenco, en una matanza de maestros rurales que tuvo lugar en San Felipe Torres Mochas, Guanajuato, en 1936[11].

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A 100 años de la irrupción del muralismo en las paredes de diversas instituciones públicas de México, es importante tener presente que no se trató, ni de lejos, de un movimiento reducido a unos cuantos artistas; si bien quienes formaron parte de él coincidieron en algunas posturas en torno al arte público con conciencia social, cada uno de las y los artistas brindó una perspectiva única, estilos y temáticas particulares. Si bien podemos situar la década de 1920 como origen y establecimiento de las bases discursivas del movimiento muralista, con el pasar de los años el muralismo se diversificó en sus temáticas, formatos y lenguajes; además, múltiples artistas se sumaron a él dejándole su impronta y convirtiéndolo en un movimiento diverso, nada homogéneo y en constante tensión al no estar libre de conflictos y disputas ideológicas entre sus exponentes.

El movimiento muralista fue tan diverso que, por una parte, fue exportado a otras latitudes (hoy es posible ver obras de grandes muralistas en diversas ciudades de Estados Unidos y Latinoamérica); y por otra, diversos artistas provenientes del extranjero arribaron a nuestro país atraídos por el movimiento, y dejaron en él su particular estilo, algunos ejemplos de ello fueron las hermanas Marion y Grace Greenwood, Pablo O´Higgins y Carlos Mérida. Asimismo, los muros que fungieron como lienzo para las obras de los muralistas no se limitaron a las de los recintos institucionales; sino que hubo una gran variedad de espacios: paredes de balnearios, pulquerías, mercados, hoteles, etc.

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Esta diversidad de actores, espacios y temáticas nos invita a revisitar la historia del muralismo a la luz de nuevas perspectivas que nos permitan repensarlo también como un discurso histórico que legitimó un orden político y una forma de mexicanidad; además, miradas renovadas podrían desarticular posturas generalizantes, homogenizantes y masculinistas que se han alzado como la única historia oficial del muralismo y que reducen su devenir a lo largo de un siglo a la narrativa de los “Tres grandes” (Rivera, Orozco y Siqueiros), eclipsando de esta manera la diversidad de aportaciones que otros artistas, principalmente mujeres, hicieron a este movimiento.

 

Por David Olvera López

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[1] Vasconcelos, José. (1921) Discurso pronunciado en el Día del Maestro. José Vasconcelos y el espíritu universitario. Selección de textos y prefacio de Javier Sicilia. UNAM 2001.

[2] Garrido, Esperanza La pintura mural mexicana, su filosofía e intención didáctica. Sophia, Colección de Filosofía de la Educación, núm. 6, 2009, p 61. Universidad Politécnica Salesiana.

[3] Ortiz, Julieta. El árbol de la vida. Julieta Ortiz Gaitán, de Investigaciones Estéticas, habla sobre esta obra. Gaceta UNAM, marzo 2022.

[4] Hoyos, Jairo. Los laberintos de la jotería. Una historia sexual de la estética mexicana (1917-1934). University of Pittsburgh, 2016. p. 110.

[5] Hoyos, Jairo. Los laberintos de la jotería. Una historia sexual de la estética mexicana (1917-1934). University of Pittsburgh 2016. p. 114.

[6] Cfr. Mandel, Claudia Muralismo mexicano: arte público/identidad/memoria colectiva ESCENA. Revista de las artes, vol. 61, núm. 2, 2007, p. 39.

[7] San Idelfonso, cuna del muralismo mexicano. Gaceta UNAM, marzo 2022. Disponible en: https://bit.ly/3zujLXW

[8] Siqueiros, David Alfaro. "Diego Rivera pintor de cámara del gobierno de México." Frente a Frente. Ciudad de México, no.3, mayo de 1935, p. 8.

[9] Mandel, Claudia. Muralismo mexicano: arte público, identidad, memoria colectiva. ESCENA. Revista de las artes, vol. 61, núm. 2, 2007, pp. 39. Universidad de Costa Rica

[10] Cfr. Comisarenco, Dina. Mujeres Muralistas. Revista La bola, núm. 16, 2022.  

[11] Mirkin, Dina Comisarenco. “Aurora Reyes’s ‘Ataque a La Maestra Rural’: The First Mural Created by a Mexican Female Artist.” Woman’s Art Journal 26, no. 2 (2005): 19–25.