-Papá, ¿por qué llora?

-Porque me quitaron las tierras, Emiliano

-Pues cuando yo sea grande haré que las devuelvan

 

Más allá del mito que nació con su muerte, de la imagen estática de un desfallecido caudillo y de las historias fantásticas que desataron las negaciones de su asesinato; Zapata encarnó una lucha social que engendró el malestar del régimen latifundista del porfiriato y que dio voz y armas a campesinos e indígenas que durante décadas vieron arrebatado su patrimonio a manos de hacendados.

En 1883, un año antes de la llegada al poder de Porfirio Díaz, el presidente Manuel González expidió el Decreto del Ejecutivo sobre Colonización y Compañías Deslindadoras, que, con el fin de colonizar y ocupar tierras en desuso, permitió la intervención de “compañías deslindadoras”, cuyo trabajo era medir, fraccionar, valuar y deslindar tierras para finalmente adjudicarlas a una persona.

Este decreto permitía a las compañías conservar una porción de tierra de los terrenos por su trabajo realizado. Una vez llegado al poder, Díaz promulgó la Ley sobre Ocupación y Enajenación de Terrenos Baldíos, una ley que permitía que cualquier persona pudiera denunciar y adquirir terrenos que eran declarados “baldíos”.

Estas políticas de desarrollo agrario, que privilegiaron a compañías extranjeras y a grandes propietarios, contribuyeron al abuso, explotación y despojo de comunidades rurales e indígenas que carecían de títulos de propiedad y cuyos terrenos eran declarados baldíos por las propias compañías.

Este pillaje agrario, que permitió el enriquecimiento y acumulación de tierras de unas cuantas familias en detrimento de los pequeños propietarios, campesinos e indígenas, fue el contexto social y político en el que emergió la figura de Emiliano Zapata.

Nacido en 1879 en Anenecuilco, Morelos, en el seno de una familia pobre que se sostenía con la producción de sus propias tierras y con la venta y compra de animales, Zapata presenció a muy corta edad el proceso de saqueo del que fue objeto su comunidad y su propia familia.

Al quedarse huérfano a los 16 años, comenzó a trabajar como labrador y arriero y al cumplir 27 años dio sus primeros pasos en el mundo de la política cuando en 1906 asistió a una junta de campesinos en Cuautla, en la que se analizó la forma de defender las tierras del pueblo frente a los grandes hacendados.

Su participación e iniciativa en la junta le costó ser incorporado a manera de castigo en el Noveno Regimiento de Caballería, donde demostró sus dotes en el manejo y conocimientos sobre los caballos.

Su interés y liderazgo en la defensa de tierras lo llevó a ser nombrado en 1909 presidente de la Junta de Defensa de las Tierras de Anenecuilco. Mantuvo una fuerte representación y acción política que lo convirtieron en una autoridad de la causa y una vez que inició la Revolución, Zapata se involucró en el movimiento maderista atraído por el Plan de San Luis y su artículo tercero que reconocía los abusos cometidos contra los campesinos e indígenas y hablaba sobre la restitución de las tierras y la indemnización a sus propietarios.

Fundó y lideró el Ejército Liberador del Sur, un ejército revolucionario constituido por campesinos e indígenas que pronto tomó una gran fuerza y cuyas principales batallas se dieron en el sur del país, razón por la que Zapata sería conocido como el “Caudillo del Sur”.

Cuando la revolución maderista triunfó, Zapata se negó a dejar las armas hasta que la repartición de tierras se cumpliera. Para 1911 proclamó el Plan de Ayala, documento en el que se sintetizaba la lucha campesina bajo la idea de “La tierra es de quien la trabaja”; además de que desconocía el gobierno de Madero, al considerar que había traicionado la causa campesina.

El movimiento zapatista se enfrentó a los gobiernos de Victoriano Huerta y Venustiano Carranza, se dedicó a combatir el latifundismo y a emprender la repartición de tierras; además dejó claro que se trataba de un movimiento social que, al ver la inacción en materia agraria, hallaba en la lucha armada la única manera de hacer justicia.

El 10 de abril de 1919, Zapata fue asesinado en consecuencia de una artimaña erigida por el coronel Jesús Guajardo, quien hizo creer a Zapata que tenía diferencias con su superior, el general Pablo González, y que estaba interesado en unirse a su lucha.

Para ganarse su confianza y como parte de una simulación, Guajardo mandó tomar Jonacatepec, Morelos, municipio que estaba en poder carrancista, y ordenó asesinar a hombres que estaban a cargo del general Victoriano Bárcenas para demostrar su abandono de las líneas carrancistas y su lealtad a Zapata.

Un día después del simulado triunfo de Guajardo, el coronel carrancista citó a Zapata en la Hacienda de Chinameca, donde al poco tiempo de su llegada fue sorprendido con una emboscada.

Así fue como Zapata cayó para no levantarse jamás, según palabras de Salvador Reyes Avilés: “Bien pronto la resistencia fue inútil; de un lado, éramos un puñado de hombres consternados por la pérdida del jefe, y del otro un millar de enemigos que aprovechaban nuestro natural desconcierto para batimos encarnizadamente”.

Estos hechos fueron retomados por los periódicos de la época que reportaron no solo el asesinato de Zapata, sino que con su caída pregonaban la muerte del zapatismo.

Pese a que el cuerpo de Emiliano Zapata fue plenamente identificado y expuesto en el Palacio Municipal de Cuautla, sus partidarios y algunos pobladores se negaban a creer que Zapata, el eterno insurrecto, el invencible, había sido derrotado en medio de una trampa.

Con su muerte se gestó el mito de Zapata, pero sobre todo trascendieron sus principios de justicia social, igualdad y resistencia, vigentes aún en el presente y que son reivindicados por diversos movimientos defensores de las tierras de los pueblos indígenas y campesinos.

DOL.