Las palabras importan, no solo porque ayudan a comprender y explicar problemáticas, relaciones sociales, hechos y contextos, sino porque son capaces de crearlos y encausar la forma en la que los comprendemos. Las palabras que utilizamos para hablar sobre un hecho histórico o explicar un fenómeno social pueden servir para develar situaciones específicas o bien para ocultarlas. 

Las palabras entretejen discursos que jerarquizan y priorizan mensajes e ideas que plasman una manera contundente de organizar el mundo. Quien escribe la historia tiene la capacidad de negar experiencias y existencias a la vez que entroniza otras o las convierte en protagonistas de esa historia. 

Enrique Dussel apunta que el uso de ciertos términos evidencia una interpretación “en-cubridora” (que oculta) de un acontecimiento histórico; así lo señala al referirse a la llegada de los españoles conquistadores al territorio que hoy conocemos como América y la palabra “descubrimiento”, utilizada para nombrar este hecho, pues Dussel explica que ella entraña la mirada europea como centro del mundo que des-cubre o quita el velo de un continente. 

“Hablar del descubrimiento es partir del ‘yo’ europeo como constituyente del acontecimiento histórico: ‘yo descubro’, ‘yo conquisto’, ‘yo evangelizo’ (misioneramente), ‘yo pienso’ (ontológicamente). El ‘yo’ europeo constituye al primitivo habitante des-cubierto como ‘lo ello’: ‘cosa’ que, entrando al mundo del europeo, cobra ‘sentido’”[1], escribe Dussel. 

El filósofo mexicano explica que hablar de descubrimiento es abordar el hecho de ese encuentro o arribo desde la perspectiva de los dominadores. Entonces, cuando decimos “descubrimiento de América” no estamos consignando un hecho, sino que lo estamos interpretando con los ojos de quien con el poder que ostentaba creó un relato al que se le dio legitimidad e investidura y que inauguró una manera de pensar sobre el territorio que acababa de conocer y las relaciones que debían establecerse con quienes lo habitaban[2]. 

Entonces, decir “descubrimiento” es apelar a la manera en la que el territorio que hoy conocemos como América y sus habitantes fueron integrados o interpretados en la historia universal, que bajo un paradigma eurocéntrico buscaba posicionarse, más que como la historia de Europa, como la historia de la humanidad, tal como lo apunta el historiador Federico Navarrete: 

“Según esta visión, entonces, los pobladores (…) estaban a la espera de ser descubiertos por los navegantes provenientes de Europa y de ser integrados a la historia universal de la salvación cristiana (la historia europea), aunque fuera en calidad de rehenes y cautivos”[3]. 

El ensalzamiento y la universalización de la idea del “descubrimiento” justifica la dominación colonial cuyos estragos se encuentran aún en el presente, a la vez que niega las historias de opresión, violencia y resistencia de los pueblos indígenas del pasado y de siglo XXI. Sería pertinente cuestionarnos si en este momento de nuestra historia es realmente necesario “celebrar” o conmemorar un hecho, o mejor dicho una idea, como  el “descubrimiento de América”. 

En México el Día de la raza comenzó a conmemorarse en 1928 durante el gobierno de Álvaro Obregón y por iniciativa de José Vasconcelos, filósofo y maestro que en esa época se desempeñaba como secretario de Educación y quien desarrolló un pensamiento enfocado en el nacionalismo, el mestizaje y la idea del sincretismo cultural. 

Sin embargo, más allá de integrar o impulsar el intercambio de culturas, el proceso que se inició con la llegada de los españoles conquistadores, en específico de Cristóbal Colón al encontrarse con las Antillas y desembarcar en la isla de Guanahaní, fue la instauración de un sistema de relaciones de dominación que se sustenta en la subvaloración y explotación de la vida de los indígenas y otros sujetos no blancos o no europeos. 

En palabras de la lingüista y activista mixe Yásnaya Elena Aguilar Gil, “lo sucedido hace 500 años marcó el inicio del establecimiento de un orden mundial colonial que quedó racializado al estructurar una realidad que jerarquiza hasta ahora, por medios en extremo violentos”[4]. 

En ese sentido, el sociólogo peruano Aníbal Quijano apunta que en América se estableció un nuevo patrón de poder basado principalmente en la idea de raza. Es decir, la raza, como supuesta diferencia “biológica” que justifica la “natural” superioridad de un grupo frente a la “natural” inferioridad del otro. La raza se convirtió entonces en el elemento fundante de las relaciones de dominación acaecidas en la conquista. 

“La formación de relaciones sociales fundadas en dicha idea produjo en América identidades sociales históricamente nuevas: indios, negros y mestizos, y redefinió otras. Así, términos como español y portugués, y más tarde europeo, que hasta entonces indicaban solamente procedencia geográfica o país de origen, desde entonces cobraron también, en referencia a las nuevas identidades, una connotación racial”[5], apunta el peruano. 

La idea de la raza jugó un papel fundamental en la historia posterior de América, pues representó una manera de dar legitimidad a las relaciones de dominación que se generaron con la llegada de los conquistadores europeos, pues dicha categoría pasó, como afirma Quijano, a ser el más eficaz y perdurable instrumento de dominación social universal[6]. 

Cuando Quijano argumenta que “el vasto genocidio de los indios en las primeras décadas de la colonización no fue causado principalmente por la violencia de la conquista, ni por las enfermedades que los conquistadores portaban, sino porque tales indios fueron usados como mano de obra desechable, forzados a trabajar hasta morir”[7], pone en evidencia la asociación del trabajo no asalariado con aquellos sujetos que eran considerados parte de las razas “naturalmente” o “biológicamente” inferiores, esto es un ejemplo de la forma en la que operó la apropiación de la vida y la fuerza laboral de los habitantes de América, y que continúa dejando estragos.  

Sería incorrecto pensar en términos de pasado la opresión y desigualdad estructural que padecieron los habitantes de las tierras que hoy llamamos América, pues dichas circunstancias de desventaja forman parte del clima social del México contemporáneo. 

Traer a la memoria el 12 de octubre de 1492, contrario a considerarlo un “festejo” del sincretismo, debe ser un ejercicio para pensar y entender nuestro presente  y sus arraigadas diferencias sociales que continúan como consecuencia de lo que ocurrió en aquella época. Asimismo, es un pretexto para imaginar nuevos horizontes de igualdad y justicia social. 

Utilizar las palabras adecuadas permite reconocer las experiencias de grupos que para las grades narraciones constituyen correlatos de la historia, ahí donde decimos descubrimiento, deberíamos decir inicio de opresiones, violencias, discriminaciones y despojos sistemáticos. 

 

 

 

Por David Olvera López 

 

[1] Dussel, Enrique. ¿Descubrimiento o invasión?. Concilium. Revista Internacional de Teología. N. 220, noviembre de 1998, p. 483. 

[2] Cfr. Ibíd. 

[3] Navarrete Linares, Federico. Las historias de América y las historias del mundo: una propuesta de cosmohistoria. Informe Anual de Investigación Latinoamericana No 36 (2016), p. 4. 

[4] A. Gil, Yásnaya. (2020, 5 de junio). A 500 años. El País. 

[5] Quijano, Aníbal. Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina. Cuestiones y horizontes: de la dependencia histórico estructural a la colonialidad/descolonialidad del poder, 2014, p. 778. 

[6] Cfr. ídem, pp. 777-786. 

[7] Ídem, p. 784.