Desde antes de nacer, nuestra familia y la sociedad en general comienzan a formularse una serie de expectativas, como la ropa o color con el que nos vestirán, la decoración del cuarto, los juguetes que tendremos disponibles, así como los comportamientos o "reglas" que debemos seguir dependiendo de si somos niñas o niños.

Estos comportamientos y actitudes aprendidos durante nuestra infancia en el espacio familiar refuerzan los roles de género que definen lo que es ser mujer y hombre. Ejemplo de ello es que a los varones se les ha enseñado a no llorar ni mostrar debilidad, mientras que a las mujeres se les ha preparado para realizar labores domésticas y ser serviciales.

“La familia es analizada como ámbito para el ejercicio de derechos individuales, pero al mismo tiempo es el espacio en que interactúan miembros de poder desigual y asimétrico”. Irma Arriagada, Comisión Económica para América Latina y el Caribe.

Estos roles y estereotipos de género generan conductas machistas de los varones hacia las mujeres, ya que se les educa con la idea de que las mujeres son el sexo “débil”, generando relaciones de superioridad, poder y control sobre ellas que, aunque a veces no son evidentes, repercuten en la forma en que mujeres y hombres se relacionan e interactíuan entre sí.

Muestras sutiles de este machismo se manifiestan en la participación de horas dedicadas al trabajo doméstico y de cuidados no remunerados, pues los hombres contribuyen con un 22.8%, mientras que las mujeres realizan el restante, 77.2% (INEGI, 2015).

Adiós a la división de labores basada en el sexo

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María Amarís García (2004) ha señalado que “tanto la mujer como la familia piensan que es propio de ellas enseñar a las y los hijos normas de comportamiento, organización y aseo”.

Bajo esta idea de que la mujer debía ser la principal o única responsable de la crianza de las hijas e hijos, muchas mujeres decidieron quedarse en casa y abandonar su desarrollo profesional, contribuyendo a perpetuar la desigualdad existente entre hombres y mujeres.

Por mucho tiempo, se estableció como una norma social universal una clara diferenciación entre los sexos: el hombre debería ser el proveedor económico de la familia por medio de su inserción en el mercado de trabajo, en tanto que la mujer se encargaría fundamentalmente de los aspectos reproductivos y del cuidado doméstico de hombres, niños y ancianos (Aguirre y Fassler, 1994).

La cultura y la sociedad ejercieron una fuerte influencia para que la mujer se encargara exclusivamente de las tareas domésticas y de aquellas relacionadas con el cuidado de las hijas e hijos, mientras que se esperaba que el padre fuera el único proveedor económico del hogar, exhimiéndolo por completo de su corresponsabilidad en las labores de la casa.

Rompimiento de la familia tradicional: nuevos tipos de familia

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Por fortuna, esta diferenciación de las tareas basada en los sexos está cambiando y hoy en día más mujeres y hombres buscan romper los roles y estereotipos que limitan su desarrollo como personas, ya sea en el ámbito profesional, como en el ámbito personal y familiar.

Hoy un padre comprometido y cariñoso que toma parte activa en las labores de la casa ya no es visto como un “mandilón”, sino como un papá responsable y dedicado. Los hombres ya no ven amenzada su masculinidad por compartir responsabilidades y relacionarse con una pareja que sea independiente, autosuficiente o asuma un papel de liderazgo en la relación. Por su parte, las mujeres que continúan trabajando después de tener hijas/os no son vistas como “malas madres”, sino como mamás trabajadoras que aportan al sostén de la familia, además de que cada vez más mujeres son jefas de familia.

Si bien hay rezagos de la cultura machista y patriarcal, hoy más que nunca se están produciendo diferentes modificaciones en el modelo tradicional de familia, los roles sociales de mujeres y hombres continúan evolucionando, dejando atrás viejas creencias ancestrales de que, al casarse, las mujeres deben dedicarse a “atender a su marido y sus hijos/as”.

Cada vez más mujeres y hombres entienden que las relaciones de pareja no están —ni debe estar— basadas en la jerarquía, la sumisión, la autoridad masculina o la desigualdad, sino en la división igual de labores y responsabilidades.

Las falsas ideas de que “el hombre/esposo manda” quedaron atrás. Hoy todas las decisiones son y deben ser compartidas; las relaciones conyugales y familiares se están reconstruyendo bajo modelos democráticos.

Estos cambios no solo se están dando en beneficio de las mujeres y del ejercicio de sus derechos, sino que también están dando paso a hombres más felices y liberados que no tienen que cargar con todo el peso económico y de toma de decisiones, así como a familias más plenas en donde todas y todos sus integrantes ejercen por igual sus derechos, gozan de autonomía, y donde el reparto de labores, beneficios y oportunidades es equilibrado.

Por Celia Ramírez Zolezzi
Twitter: @celiazolezzi