Una noche del año 1860, a las playas de #Campeche —que anteriormente formaba parte de la Provincia y Capitanía General de #Yucatán— muy cerca de los manglares llegó una nave repleta de misteriosos personajes que desembarcaron entre las palmeras y la vegetación. Aquel forraje tropical bien servía de camuflaje y guarida para los forajidos.

Esa parte de la costa estaba desolada. El silencio sólo era corrompido por el murmullo de la selva y el arrullo de las olas al chocar contra las rocas. Entre las sombras se distinguía la figura de un pequeño bote y cuatro sujetos. Por su vestimenta se podía deducir que dos de ellos eran piratas, el Capitán y el Danés, y sus acompañantes tenían pinta de prisioneros.

Los reos anclaron el pequeño bote mientras los bucaneros, sables y antorchas en mano, lanzaban órdenes entre injurias para los cautivos, quienes sin remedio alguno acataron las comandas. Así fue que bajaron de la barca dos enormes y pesados cofres que se hundían entre sus huesudos hombros.

Uno tras otro, los cuatro individuos comenzaron la marcha tierra adentro. Se internaron con sigilo entre la penumbra que los cobijaba. El grupo caminó sobre una vereda hasta llegar a la boca de una cueva. Todos ingresaron a la gruta y tras recorrer decenas de metros, los filibusteros ordenaron que detuvieran el paso y que depositaran el cargamento en tierra.

Cuando los contenedores azotaron contra el piso, los herrajes cedieron y revelaron su contenido: cuantiosas piezas de oro puro y joyas a granel, producto de sus copiosos asaltos a las flotas mercantes que viajaban de la Nueva España hacia el viejo continente.

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Con prontitud, los filibusteros cerraron los cofres no sin antes maldecir a los prisioneros, quienes pensaron que tenían sus días contados. A pala y pico los desguazados reos cavaron tan rápido como sus maltrechas manos les permitían, hasta que el agujero fue lo suficientemente grande como para albergar el tesoro.

Al examinar la cavidad, el Capitán se dijo satisfecho por el esfuerzo de los cavadores, a quienes les prometió un buen descanso tras el esfuerzo, pero los cautivos supieron que se trataba de su sentencia de muerte. De pronto, el bucanero soltó una carcajada que hubiera crispado los nervios del más gallardo hombre. Cogió las pistolas que reposaban en su bandolera, jaló el gatillo, se propagó un aroma a pólvora quemada y un haz de fuego horadó el pecho de aquellos infelices.

Los cadáveres fueron arrojados a la hondonada, sobre ellos colocaron los cofres. Luego las capas de tierra y rocas cubrieron el rastro de las fechorías. Esta escena se repitió varias veces a lo largo de tres años, por lo que la fortuna acumulada en la cueva era ya incuantificable.

Tras un último golpe de los malhechores, en el que despojaron de lingotes de oro a un galeón mercante, que se dirigía de #Veracruz a España, el Capitán le confesó a su secuaz que tras su próximo desembarque deseaba dejar la vida de “perro de mar” y que pensaba establecerse en el puerto como un honrado burgués. A su fiel compañero le ofreció residencia fija en la hacienda que planeaba construir.

El Danés aceptó la generosa oferta de su líder y le refrendó fidelidad, sin embargo expresó su preocupación si el resto de la tripulación no los veía regresar de aquella playa en la península de Yucatán, a lo que el Capitán respondió que no tuviera cuidado, pues sus hombres pensarían que la ausencia obedecía a que fueron arrestados y sin duda zarparían sin ellos.

Al día siguiente los bucaneros y dos rehenes llegaron a la cueva del tesoro con los lingotes de oro. El Capitán, como dictaba el sabido protocolo, quiso llenar de plomo a los cautivos, pero sus armas no funcionaron. Al ver esto los prisioneros corrieron para alejarse de su verdugo, mas el intento fue frustrado por el Danés, quien con sendos mandobles de su afilado sable victimó a los que se daban a la fuga.

Agitado por la persecución, el Capitán se freno un instante para recuperar el aliento mientras se congratulaba por la habilidad del Danés con la espada, a quien le pidió que se deshiciera de los cuerpos, pero el hombre de piel tostada y fornida complexión se negó al mandato, frunció el arrugado ceño y replicó:

-¡Un momento, capitán! ¡Vos no iréis a ninguna parte! Si creéis en Dios o en el diablo rezad vuestras oraciones, pues ya sois hombre muerto.

Al decir esto, el Danés levantó la severa mirada, esbozó una siniestra sonrisa y vació sus pistolas contra la humanidad del viejo Capitán, quien cayó boca abajo a los pies del traicionero. Ninguno de los dos piratas regresaron al agua de mar, ni se volvió a saber de ellos jamás.

Un par de años después, a Campeche llegó un acaudalado europeo que decía tener lazos con la nobleza de la corona de Dinamarca. Y aunque su fortuna lo distinguía como un gran señor, sus modales majaderos y corrientes en ocasiones lo hacían ver vulgar.

El aristócrata contrajo nupcias con una dama del lugar con quien tuvo hijos. La vida para el burgués europeo y su familia era tranquila, de mucha plenitud. Sin embargo, nadie se explicaba el motivo por el cual aquel sujeto, de rostro agrietado y severa mirada, salía todas las noches de su propiedad y se sentaba sobre la arena de la playa a contemplar con nostalgia el mar hasta que la luna se ahogaba para que naciera el sol.

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Fuente:

Leyendas Apócrifas. Folklore Campechano
Guillermo González Galera
Editado por el Departamento de Difusión Cultural de la Universidad Autónoma del Sudeste, 1977.