Como parte de los festejos del Día de la Independencia el presidente Porfirio Díaz se tenía que dirigir, junto con su comitiva, a la Alameda Central en donde se llevaría a cabo una remembranza a los héroes de la patria. En medio de una muchedumbre compuesta por diversas clases sociales desde las más acomodadas hasta el pueblo olvidado por el régimen,[1] el presidente de la República se abría paso a través de la valla humana formada por los cadetes del Colegio Militar.

Inesperadamente, una persona logró evadir el cerco militar. Se trataba de Arnulfo Arroyo, quien lanzó su puño directo a la cabeza de Díaz. Este no logró esquivar el golpe. De inmediato, varias personas que acompañaban al presidente se arrojaron para detener al agresor, incluso el Brigadier Ángel Ortiz Monasterio destrozó su bastón en la cabeza del sospechoso.

La situación se volvió cada vez más áspera para Arnulfo Arroyo, quien no paraba de recibir golpes e insultos. El ambiente tuvo que ser calmado por el mismo presidente de la República, quien tras recuperarse ordenó parar todos los ataques contra su agresor y proceder inmediatamente a su traslado para ser presentado con las autoridades correspondientes.

Sin embargo, en ese momento comenzó una serie de irregularidades pues los oficiales no sabían ante qué instancia proceder para su aseguramiento e iniciar el correspondiente proceso, si de carácter civil o militar. Como tal, el Inspector General de Policía, Eduardo Velázquez, junto con un número insignificante de gendarmes decidió trasladar a Arnulfo Arroyo a una celda del Palacio del Ayuntamiento de la Ciudad de México. Esto sucedió a pesar de reconocer el peligro que corría el sospechoso. Asimismo, durante su aseguramiento, Arnulfo fue maniatado, amordazado y, posiblemente, amenazado por el mismo Velázquez.[2]

El único interrogatorio que pudo ser recogido fue realizado por el coronel Generoso Guerrero, juez 4° de Instrucción Militar, el cual identificó que Arroyo era un individuo soltero de 30 años, natural de Tlanepantla y pasante de derecho. Asimismo, obtuvo del declarante los motivos que lo habían llevado a ejecutar el atentado hacia el presidente de la República, confesando que tenía “ideas enteramente contrarias al sistema de Gobierno actual que rige a la Nación mexicana, pues él quiere otra forma de Gobierno”[3]. Además, “la miseria, en que se hallaba, lo tenía desesperado[4]”.

Una vez obtenida esta primera declaración el coronel Generoso Guerrero se retiró sin disponer diligencia alguna en el traslado del sospechoso a un sitio mucho más seguro o que garantizara su integridad. Por lo tanto, Arroyo permaneció en la celda de las oficinas del Inspector General de Policía. Aquella noche cuando comenzaron los fuegos artificiales el inspector Velázquez, tras celebrar y beber,[5] exhibió al detenido a todos sus invitados.

Cerca de las diez de la noche el inspector Velázquez se encontró con dos de sus principales colaboradores: el mayor Manuel Bellido y el policía Antonio Villavicencio. Juntos convinieron asesinar a Arroyo y hacerlo pasar por un linchamiento. En la madrugada del 17 de septiembre un grupo de esbirros apodados los tigres —todos gendarmes de la oficina de la 2° Inspección de Policía— fueron conducidos por Villavicencio para asaltar la celda donde se encontraba Arnulfo Arroyo, quien fue cruelmente asesinado.

No conforme con el derramamiento de sangre que se había hecho aquella noche en el Palacio Municipal, la policía de la Ciudad de México comenzó a detener de manera arbitraria a todos los curiosos que se habían acercado; pues algunos oficiales habían hecho detonaciones para incentivar el bullicio. Cerca de una veintena de inocentes entre niños, jóvenes y adultos habían sido presentados por las autoridades como sospechosos del linchamiento de Arnulfo Arroyo, mientras que los principales autores intelectuales se encontraban celebrando con una cena.[6]

Por la mañana, los diarios de la Ciudad de México dieron a conocer la versión oficial que había fundado la policía en la cual se señalaba como principal culpable al pueblo. Pero esta declaración resultaba sumamente escandalosa para la autoridad capitalina, la cual quedaba como incompetente al no lograr impedir un linchamiento dentro del Palacio Municipal e incluso detener a los asesinos en el acto.

Ante tal situación el Estado porfirista no estaba dispuesta a aceptar una imagen débil de sus autoridades, ni mucho menos en la capital del país. De tal modo, se procedió a la destitución y aprehensión del inspector Velázquez, junto con sus demás cómplices, por el asesinato de Arnulfo Arroyo.

Eduardo Velázquez terminó suicidándose en su celda con un revolver que clandestinamente había sido introducido, posiblemente anteponiéndose a la justicia que el Estado porfiriano le tenía preparado, aquella que se caracterizaba por episodios como “Mátalos en caliente”.[7]

Los demás cómplices como Villavicencio y los gendarmes conocidos como los tigres fueron sentenciados a la pena capital. Ésta fue revocada por una condena máxima, misma que fue olvidada muy pronto. Los asesinos de Arroyo lograron obtener su libertad, incluso algunos fueron reincorporados al sistema policial de la Ciudad de México. Tal fue el caso de Antonio Villavicencio quien se convirtió en uno de los principales instrumentos ejecutores del Estado porfirista.[8]

A continuación, ponemos a tu disposición el periódico El Tiempo, una de las diversas publicaciones de la época donde se narró con detalle este escandalosos suceso. Asimismo, te invitamos a consultar el libro intitulado Historia del gran crimen (1897) de Jesús M. Rábago, uno de los primeros libros dedicados al tema. Desde entonces, estos documentos resguardados en la Biblioteca-Hemeroteca “Ignacio Cubas” del AGN han sido una fuente de consulta obligada para los múltiples esfuerzos por interpretar el significado profundo de este crimen.

 

 

[1] Jesus M. Rábago, Historia del gran crimen, Ciudad de México, Imprenta del Partido Liberal Mexicano, 1897, p. 5. En, AGN, Biblioteca-Hemeroteca “Ignacio Cubas”, núm. de registro B-TOPO-6421. Disponible en https://archive.org/details/historiadelgran00rbgoog/page/n61/mode/2up?q=cena

[2] Op. cit., p.31.

[3] Op. cit., p.35.

[4] Op. cit., p.36.

[5] Op. cit., p.32.

[6] Op. cit., p.51.

[7] Nos referimos a las acciones registradas en la noche del 25 de junio de 1879 en el puerto de Veracruz, en las cuales el presidente Porfirio Díaz ordenó al general Luis Mier y Terán pasar por las armas a todos los oficiales lerdistas comprometidos en la rebelión que se había organizado, así como diezmar a la tropa rebelde.

[8] Véase a Jacinto Barrera Bassols, El caso Villavicencio: violencia y poder en el Porfiriato, Ciudad de México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2017, 172 pp.