Desde el inicio de la conquista el poder eclesiástico tuvo el control absoluto sobre el destino final de los cuerpos en sepultura, pues desde el siglo XVI estas prácticas funerarias se realizaban dentro de los recintos religiosos católicos como iglesias, conventos, templos, capillas, santuarios y lugares cerrados, o fuera de los cementerios. 

Además de que dichas prácticas estaban vinculadas con la posición socioeconómica con que se estructuraba la comunidad novohispana; entre más alta era la posición social, se ocupaban mejores espacios en el interior de las construcciones religiosas, aunado al apego de creencias, pues quien no profesará la religión católica no contaba con el derecho a ocupar un lugar de sepulcro.

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Con anterioridad a Real Cedula dictada en 1804, estos métodos funerarios se habían intentado erradicar debido a los problemas que comenzaban a afectar a la salud pública, pues la descomposición que comenzaba a presentar un cadáver en un espacio cerrado y a poca profundidad ocasionaba la extracción de restos por parte de perros y roedores, hecho que contribuía a la propagación de enfermedades y epidemias.

Uno de los primeros edictos ordenados para erradicar esta práctica fue el dictado por el mismo rey Carlos III, quien promulgó, por medio de la Real Cédula de 1787, la prohibición de los enterramientos en las iglesias. Sin embargo, la costumbre se encontraba tan arraigada que poco caso se hizo de dicho mandato.

Para 1804, nuevamente por Real Cédula, se ordenó el establecimiento de cementerios ventilados, intentando establecer en primera instancia la construcción de un cementerio general, proyecto que estaba a cargo del arquitecto y escultor Manuel Tolsá, pero a pesar de que dichos planos fueron entregados en 1808 al virrey José de Iturrigaray dicho cementerio no se realizó.

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Finalmente, el 30 de enero de 1857, el presidente interino Ignacio Comonfort emitió en la ciudad de México la “Ley para el establecimiento y uso de los cementerios”. Esta ley estableció la recopilación de datos y registros de todo aquel individuo que falleciera, además de que recuperaba argumentos médico- sanitarios e incluía numerosos dispositivos para el manejo de los cadáveres y sitios de inhumación.

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Así mismo abría cierta apertura a opciones religiosas distintas de la católica, pues con la apertura de los cementerios “privados” o “especiales” se permitiría la sepultura de los considerados “no creyentes”, al igual que los extranjeros que, habiéndose establecido en el país, profesaran cultos diversos al católico. Si bien el catolicismo seguía permeando en las practica funerarias, el reconocer la presencia de otras opciones religiosas en México, preparaba el camino para una reforma más radical.

La “Ley para el establecimiento y uso de los cementerios” logró erradicar estas costumbres, si bien ésta no tenía un carácter anticlerical, si buscaba separar lo administrativo de lo religioso, pues no suprimió la intervención eclesiástica en los cementerios en cuestiones de cultos religiosos, sino que le otorgaba al Estado las facultades para la regulación, tanto de los clérigos como de estos espacios.

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Actualmente, los cementerios son un servicio público otorgado por el Gobierno Municipal, en términos de lo que establece el artículo 115, fracción III, inciso e), de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.

Dentro de los fondos Ayuntamientos e Instituciones Gubernamentales, Colección de Documentos para la Historia de México, pertenecientes al basto acervo que resguarda el Archivo General de la Nación, podrás encontrar las Reales Cédulas para el establecimiento de cementerios ventilados y la Ley para el establecimiento y uso de los cementerios.