El Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición se instauró en la Nueva España en 1569 con el propósito de perseguir y castigar los actos contra la fe, así como las acciones contrarias a las buenas costumbres y a la moral cristiana. Sin embargo, había quienes no necesitaban ser buscados por los jueces inquisidores, pues la misma culpa los llevaba a confesar sus actos, tal y como lo hizo Francisco Xavier Palacios en 1782.

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Francisco Xavier era un joven fraile de clausura del Convento de Santo Domingo de Guzmán que se presentó ante Ramón Pérez, comisario de la Inquisición de la ciudad de Oaxaca, para confesar que había realizado un pacto con el demonio y que sus votos de juramento para entrar a la orden religiosa no eran de corazón, ya que le profesaba amor a una mujer.

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Todo había comenzado tres años atrás, cuando a sus 15 años se enamoró de Josefa Sosa, quien le doblaba la edad y estaba casada. Consciente del peligro que en su condición le representaba tener amoríos con un adolescente, Josefa le pidió que ingresara al convento para continuar con su relación sin que nadie sospechara. Después de un tiempo, él intentó abandonar sus votos religiosos, pero Josefa le advirtió que dejaría de amarlo si lo hacía.

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Desesperado por no poder dejar el hábito, comenzó a invocar al demonio prometiendo sumisión y obediencia a cambio de que lo sacara del convento y le consiguiera a las mujeres que deseaba. Un día fue visitado por un alguien que dijo ser su pariente, un hombre de ojos azules vestido de negro, pero luego de que Francisco le expresara no conocerlo, el misterioso hombre respondió: “Soy aquel a quien tanto has llamado, he venido a que cumplas lo que me prometiste”. Así comprendió que se trataba del demonio.

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El demonio y Francisco acordaron verse al día siguiente en el mismo lugar a las tres y cuarto de la tarde. En este segundo encuentro, el demonio le dio un papelito con unos polvos y le indicó que echara unos cuantos a las puertas que estuvieran cerradas para que estas se abrieran solas cada que quisiera salir y entrar sin que nadie lo viera. También debía rociarlos a las mujeres que deseara para que desde ese instante se entregaran a él. Finalmente, le hizo la promesa de que en tres años lo sacaría del convento.

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Para cumplir su palabra, Francisco tuvo que arrodillarse ante el demonio para adorarlo y reconocerlo como su dios, además, tendría que utilizar los polvos para lograr que una mujer le hiciera una muñeca de trapo, la cual debería colocar en un altar para adorarlo a través de ella. Luego de firmar un documento con su sangre, Francisco nunca lo volvió a ver.

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Francisco le pidió a Josefa que le hiciera la muñeca, la cual todavía conservaba para el momento de su confesión, junto con los polvos y unas cartas de amor. Todo esto fue enviado a los tribunales de la Santa Inquisición como prueba, pero las investigaciones no llegaron a nada concluyente, pues Josefa declaró haber enviado la muñeca como un obsequio de compañía. Meses después, Francisco declaró que invocó al demonio sin obtener respuesta alguna; sin embargo, sus declaraciones solo hicieron que fuera trasladado a las celdas de la Inquisición, las cuales se encontraban en la Ciudad de México.

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Pacto con el diablo o no, hasta donde se sabe, Francisco no pudo abandonar los hábitos y, a pesar de no haber información concluyente, la pequeña muñeca de trapo quedó anclada a la incertidumbre de haber sido un instrumento de adoración del diablo o una táctica fallida para salir del convento.

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Referencia: AGN, Instituciones Coloniales, Inquisición, vol. 1284, exp. 22

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*Las imágenes utilizadas para ilustrar el presente relato son una interpretación libre realizada por la subdirección de difusión del AGN y no pretenden representar con exactitud los hechos ni escenarios de la época.*