De piedra el mundo

2do lugar Mujer Migrante Cuéntame tu Historia: "De piedra el mundo" de Brenda Bautista

Instituto Nacional de las Mujeres | 12 de diciembre de 2016

A mi mamá Lido; a mi hermana Karla; a Lulú, mujer entrañable

Soy Brenda Bautista, obrera en una fábrica ubicada en un suburbio de Chicago y  estudiante de artes plásticas en México. Desde que tengo memoria el fenómeno migratorio ha atravesado mi existencia. Los recuerdos más vívidos que tengo de mi padre son las despedidas: despertarnos de madrugada y darnos un abrazo. Papá volvía un año después, algo más viejo, algo más diferente. Mamá ya había estado en Ohio, pero decidió regresarse; luego de varios años determinó que quería juntar a toda la familia. Se despidió una madrugada y se fue con mis hermanos Jacinto y Fortino, uno adolescente y el otro de 4 años. Regresaron días después, los detuvo la migra y mamá desistió de su intento por miedo al cruce en Piedras Negras, porque le dijeron que ahí violaban a las mujeres. Comprendo también qué miedo la movió a no llevarnos a mi hermana Karla y a mí. Luego de un tiempo, Jacinto decidió irse a Ohio con papá, desde entonces, nunca volvimos a verlo. Cuando ingresé a la licenciatura en filosofía, se nos atravesó la crisis financiera de 2008. Papá ya no podría apoyarnos con la escuela nunca más. La única herencia que podía dejarnos —según sus palabras— era tramitar la residencia para trabajar en EUA. Antes de culminar los trámites, me gané una beca para cursar un semestre en la Universidad de Antioquia, en Medellín, Colombia. Fue una experiencia importante porque había estado pagando la escuela con la beca que ofrecía uno de los programas de la universidad y había podido mantener un buen promedio para obtener la beca de movilidad. Haber viajado a Colombia no se compara en nada con haber decidido migrar a Illinois, pero podría decir que fue la antesala que me animó a considerarme capaz de volver a vivir sola en otro país, pero con nuevas implicaciones que cualquier persona migrante por necesidad podría mencionar: no es lo mismo ser turista, ni estudiante becada, ni viajera de mochila, que ser inmigrante en un país lleno de inmigrantes con diferentes idiomas, costumbres, opresiones, historias. Y más considerando que se parte de idealizaciones y que en realidad una llega a espacios en los que hay una caída constante de las vendas que nos puso la idealización gringonírica.

En Colombia me sensibilicé, anduve por las comunas, aprendí a conocer las almas históricas de los pueblos a través de la música, aprendí a oler y a escuchar. Me di cuenta de que en México no tenemos memoria histórica ni acción ni ganas ni nada. Empecé a intuir que el mundo es patriarcal y heterosexual hasta las raíces, mas seguía siendo una estudiante que creía en la institución y que no veía más allá de sus privilegios. Regresé a México y terminé la licenciatura. Planeé que lo mejor sería irme a trabajar un año a EUA para así poder juntar dinero, cumplir con mis gastos personales, familiares y poder escribir la tesis sin trabajar cierto tiempo. Esa decisión fue el giro más importante que he dado en mi vida. Llegué en otoño a casa de papá en Illinois. En realidad llegué al cuarto donde vivían él, su actual pareja y su suegra. Empecé a conocer el encierro y a perder mi supuesta libertad; aunque documentada, pero sin idioma y sin cómo moverme, con temperaturas frías, nieve y un par de tenis de tela. A las dos semanas de haber llegado, papá me llevó a inscribirme a un colegio comunitario para tomar clases de inglés. En mi curso iban personas de Tailandia, de Guatemala, de varios estados de México y un monje budista que tenía prohibido acercarse y hablar con mujeres. La escuela representaba un aprendizaje, pero el aprendizaje más grande vino cuando entré a trabajar. El primer empleo lo tuve a través de una agencia de trabajo que paga el mínimo, entré a una fábrica que producía piezas para automóviles. Trabajaba de 3 de la tarde a 3 de la mañana y a las 7 entraba a clases de inglés. Papá no podía ir por mí a la escuela, así que regresaba en autobús y caminaba un largo tramo desde la parada hasta la vivienda; eso no representaba un problema para mí en verano, pero sí en invierno, pues me enfermaba constantemente. A la fábrica me iba de raite con Lulú, una hondureña que me hizo darme cuenta de las crueldades que se viven en la frontera sur y de las que en México no hay sensibilización ni medidas efectivas. Si en Colombia aprendí a escuchar, en las fábricas me volví escucha definitiva; guardé en mi memoria cada de una de las historias que me contaban sobre los pasos en el desierto, sobre los huesos que se sienten al cruzar el río, sobre la noche, los gritos, los golpes, el saberse del otro lado. En las fábricas todo es monotonía, encierro, humo, gris, prisa, movimiento repetitivo. Se va cayendo en una muerte y la caída está representada por enredarse en las telarañas del consumo. Existe la creencia de que aquí hay progreso porque las personas pueden comprar un carro, pero es una mentira, un velo del capitalismo, porque eso acá es como “una necesidad” para moverte a trabajar, mas desde las condiciones que vivimos en nuestros países de origen, vemos las cuatro ruedas como un lujo. También empecé a ser consciente de mi cuerpo. Mi carne se iba transformando, empecé a tener las manos ásperas, se me ensancharon ciertos músculos, empezó a dolerme en el cuerpo la producción en serie. Me convertí en un número que todavía recuerdo: 5136. Y fui, como en las calles de mi ciudad, un cuerpo para otros, un cuerpo violable que cuando se inclinaba a recoger una caja, no era una persona trabajando, sino una posición sexual en potencia; fui acosada una y otra vez por las miradas de mis compañeros y por comentarios. Ocho meses después nos corrieron a todas las personas de agencia. Veía que todas y todos estábamos tristes, y al salir, el último día, comprendí que se cerraba un ciclo. La fábrica era el único lugar donde quizá hablábamos con alguien, la única ocupación, el centro y raíz de nuestras vidas en EUA, después volveríamos a nuestra soledad, a nuestro encierro, a nuestro silencio hispanoparlante. Las semanas siguientes empezó el verano. Encontré trabajo en otra fábrica y ahí duré un año. Me enfrenté a los momentos más crudos de mi estancia. Ahí trabajábamos 5 mujeres y más de 20 hombres. Sentí el machismo en toda su expresión porque te trataban como si estuvieras invadiendo su espacio; todos los días te acosaban con la mirada y no existían medidas para eso ni atendían tus quejas al respecto. Traté de ser fuerte y resistí, trabajé con piezas de aluminio que me superaban el doble en estatura, cortaba con serruchos, se me llenaba la cara de aluminio pero quise demostrar(me) que las mujeres podemos estar en ese espacio trabajando, que podemos defendernos ante el acoso, que no estamos ahí para ser objetos de su consumo. Trabajar en esa fábrica es de lo más fuerte que me ha pasado, empecé a enfermarme por todas las circunstancias vividas y tenía hasta cierto punto la idea de que la migración era solo una experiencia cruda, donde te encontrabas con la convencionalidad de estereotipos, la división sexual del trabajo, pero el azar me alcanzó. Un día, por casualidad, me gané boletos para un concierto de Lila Downs. Escribí un correo para preguntar al respecto y el editor me mandó un artículo que escribió sobre Lila. Yo le di mis comentarios y me invitó a escribir para el portal de Pilsen. Fue algo sorpresivo porque yo había estado diciendo que me regresaría a México hasta que concretara cierto trámite de los impuestos, pero esta espera me permitió conocer otra cara de la migración que yo no había vivido. Empecé a escribir para la revista y a acudir a eventos para reseñarlos. Pero volví a las letras no sólo como la estudiante, sino como la mujer obrera migrante que encarnaba opresiones y a la vez resistía. En una ocasión, Franky Piña, el editor, me invitó a conocer a Marcos Raya; yo había leído sobre él y sobre Alma Domínguez en Ciudad Juárez, cuando estaba tramitando la residencia, así que esa invitación me resultó una casualidad gratificante. Fui al taller del primero y conocí a Alma en un evento de poesía y arte por las y los migrantes. Después me presentó a Alfonso Piloto Nieves, escultor queretano. De nuevo Franky me invitó a colaborar con un escrito sobre Piloto y formó parte de un libro que compila textos sobre la obra del escultor. Y así pasé más días, en la fábrica, reflexionando, colaborando y conociendo otros modos de vida de personas que creaban desde sus condiciones, con trabajos en restaurantes, en agencias, pero que seguían resistiendo y creando. Después nación ElBeisMan, proyecto del mismo editor en el que por un tiempo seguí colaborando. Pero una tarde de mayo de 2013 decidí volver a México para empezar a luchar por lo que siempre había querido en la vida y para lo único que tengo certeza de haber nacido, pero que todos esos años reprimí por distintos miedos. Hice exámenes para una escuela del INBA y empecé a estudiar artes plásticas. Estoy viva ahora y mi mayor prioridad es escucharme y expresarme a través de la creación; llegué a esto desde mi condición de migrante, la experiencia de mayor aprendizaje, lejos de zonas de confort; la que me hace repetirme todos los días que sólo hay una vida y que hay que abrir todos los sentidos a lo que nos dicen los hechos que nos rodean. Ahora vuelvo a Illinois cada periodo vacacional para trabajar y juntar dinero para mis materiales, además me lleno de nuevas motivaciones y reflexiones. Por las vivencias que me han confiado, por lo que he visto y he vivido, sé que las mujeres migrantes nos enfrentamos a innumerables dificultades. Desde la frontera sur, considero que es necesario que se implementen medidas efectivas contra los abusos de todo tipo que viven las mujeres. Habría que trabajar en la erradicación de las violencias que se viven en los países de origen. Difundir información sobre la frontera norte y la frontera sur; sensibilizar. Que nos arranquemos la idea de que somos incubadoras. Que se creen círculos de apoyo entre mujeres, que se haga viral la información sobre los que ya existen, que sean círculos con perspectivas feministas y de género que brinden herramientas para identificar violencias, ejercer derechos y curar heridas que ha dejado el patriarcado en cada una de nosotras. Que esos mismos círculos orienten a las recién llegadas sobre las diferentes opciones de trabajo, que sean un apoyo solidario ante todo lo que se vive para llegar al norte, sobre todo en términos de violencia sexual. Que haya consciencia sobre los conflictos raciales y de comunicación, que seamos conscientes respecto a los estereotipos de belleza que nos violentan. Que todas las mujeres tengan acceso a aprender el idioma, pues he visto familias en las que el que habla inglés es sólo el varón; me llama la atención que muchas personas han identificado la libertad con el poder hablar inglés, es decir, con comunicarse, expresarse, moverse. Que haya medidas respecto a las pensiones alimenticias cuando, por ejemplo, el padre se deslinda estando en un país y la madre en otro con sus hijas o hijos. Respecto a los espacios de trabajo, insisto en que las mujeres no tenemos que relegarnos sólo a los que nos dicen que podemos ocupar; he trabajado quitando nieve y reparando casas y al igual que en la fábrica de aluminio, son espacios ocupados sólo por hombres que te ven como una incómoda invasión —sugiero que recordemos los feminicidios en Cd. Juárez. Hay que darnos cuenta de que el odio hacia a las mujeres es una estrategia del patriarcado para mantenernos separadas; es imprescindible que empecemos a ser solidarias. Sé que no todas las mujeres tenemos acceso a ciertas cuestiones que podrían ser consideradas un privilegio, que no es lo mismo ser negra que ser hispana, ni ser hispana que ser blanca, ni ser blanca que ser oriental, pero ojalá, en algún punto, todas tengamos una vida digna y alegre en la que dignidad no implique las connotaciones que la moral patriarcal le da. Como mujer migrante, elijo creer en la solidaridad y en la resistencia de las mujeres.

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