Dicen que hace mucho tiempo, en Michoacán, vivió un joven que era diferente a los demás. Todos los hombres del pueblo deseaban contraer nupcias lo antes posible, pero la voluntad de este muchacho era no casarse.

A la madre del chico le mortificaba pensar que cuando ella muriera nadie cuidaría de él. La señora falleció un par de meses después y como ella anticipó, nadie procuró a su hijo. Éste, al no contar con alguien a su lado, optó por irse a vivir solo a la colina de un cerro cercano, donde cultivó maíz para su sustento. En exilio voluntario, el joven jamás bajó al pueblo, tampoco visitó a sus hermanos.

El muchacho, en soledad, terminó por acabarse sus víveres. Afortunadamente, ya era tiempo de cosechar el maíz que sembró. Cuando se acercó a la milpa, se percató de que le hacían falta varios elotes. Alguien se los robó. Decidido a capturar al ladrón, el joven esperó escondido entre la milpa. Así fue como vio que una bella mujer estaba cortando las mazorcas.

En un arrebato de coraje, el muchacho salió de entre las plantas y le gritó a la mujer que dejara de robarse los elotes. Ella, sorprendida, retrocedió unos pasos, recuperó el aliento y con valor replicó:

—¡Por qué no voy a cortar el maíz, si yo soy quien hace crecer las milpas!—

—¡Mentira! —contestó encolerizado el chico— ¡Jamás me ayudaste a limpiar el campo o arar la tierra, mucho menos a colocar las semillas en los surcos!.

—Joven, no te dejes llevar por las apariencias, porque yo soy la Lluvia que baña este cerro con agua pura y cristalina. Gracias a ello es que tu maíz creció tan grande y delicioso— dijo ella.

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Desde aquel día, Lluvia y el joven se hicieron muy buenos amigos. Pasaban infinitas veladas juntos en las que platicaban de todo. Y así como pasaban las estaciones del año, el cariño entre ellos se hizo más grande, floreció el amor y decidieron casarse.

Tras la boda, Lluvia le pidió a su marido que construyera un corral, aunque no tenían animales. Esa noche los esposos durmieron plácidamente. Pero por la mañana, el corral estaba repleto de vacas, gallinas y cerdos. De tal modo, que el joven comenzó a beneficiarse con la vida de granjero. Eran momentos de bonanza.

Los hermanos del joven volvieron a buscarlo y compartieron buenos momentos. Juntos bajaron al pueblo para celebrar y a gastarse todo el dinero del muchacho, quien rápidamente se olvidó de su esposa y del amor que ella le profesaba.

La mujer, despechada por el olvido al que la confinó su marido, decidió marcharse. Al verse solo una vez más, el joven dejó de despilfarrar el dinero y se dedicó a trabajar con su siembra y a criar y vender a sus animales, sin embargo Lluvia no regresó jamás.

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